lunes, 13 de abril de 2015

Los Silencios de la niña.



No tendría más de 9 años cuando me tragué una espiga. Estaba pasando unos días en la casa del pueblo de mi tía. Allí la jornada comenzaba desayunando en el jardín y después, como me decía ella: ¡A chospar!
Me pasaba el día por el pueblo con mi perra Lobi pegada a los tobillos. Tenía ya mis sitios favoritos. Aprendí a colarme, por un agujero que descubrí, en la cuadra de Goyo, donde tenía tres cerdos muy mansos. También en la huerta del Señor Fernando donde tenía un apartado dedicado solo a flores que resultaba espectacular en primavera. Otro sitio muy recurrido era la escalera exterior que llevaba hasta la puerta de la llamada Escuela que siempre estaba cerrada y que yo sepa nunca fue una escuela. Me gustaba la sacristía de la iglesia cuyo retablo estaba totalmente torcido y apunto de derrumbarse y la era de Luis, el padre de Sara una amiguita que sólo iba algún día de verano...
Pero sobretodo había tres lugares que me encandilaban. Los tres eran prohibidos.
El primero estaba dentro de la propia casa de mi tía. Era la llamada "casa vieja". Subiendo las escaleras hasta el último de los tres pisos terminabas frente a una puerta de madera tras la cuál había un pasillo muy estrecho que te conducía a una casa aledaña que estaba casi en ruinas. Se usaba como trastero, pero había tantas cosas... Era entera de madera, con suelos que crujían y olor a humedad, había una cocina de carbón, ventanucos muy chiquitines y una colección de trastos como para pasarte dos vidas investigando. No me dejaban subir porque decían que cualquier día se hundiría el suelo o se caería una viga. Además entrañaba cierta habilidad llegar hasta allí porque primero tenía que parecer que estabas fuera de casa, luego subir hasta arriba sin que nadie te viera y por último que no escucharan las pisadas en el agrietado suelo de madera. Yo era habilidosa pero también estaba la perra esperándome en el jardín así que no había forma.
 Otro de los lugares prohibidos era la "panadería quemada". La panadería quemada, como su nombre indica, era una panadería que se había quemado muchos años atrás. Las ruinas del siniestro fueron tragadas por una vegetación incontrolable que se adueñó del terreno, haciendo del lugar un sitio casi invisible sino sabías que estaba allí. Si conseguías sortear las ortigas y matorrales, llegabas a un sitio donde aún se veía un horno, chimenea, un almacén medio derruido, un mostrador ennegrecido y un montón de cosas indescriptibles, refugios, ladrillos y escombros. No sé porqué nadie del pueblo permitía que los niños nos acercáramos allí supongo que por miedo al tétano.
Y por último: el monte. Al monte sólo se podía subir con adultos pero yo, secretamente, lo hacía casi todos los días acompañada de mi perra. Un día descubrimos una especie de tuberías gigantes en mitad de un descampado. Nos encantaba meternos y quedarnos en mitad del tubo. Si hablabas había un eco ensordecedor. También me gustaba subir al techo del depósito de aguas. Me encantaba meterme por donde peor estaba. Por mitad de los arbustos, por donde casi ni el sol podía entrar. Vi conejos, liebres, jabalíes y alguna serpiente. Otra de mis actividades favoritas era levantar piedras a ver que monstruos encontraba. Normalmente siempre sabía volver al pueblo a la primera. No había que prestar mucha atención para encontrar el camino de vuelta. El caso es que un día de esos, en los que llevábamos trotando toda la mañana sin rumbo fijo terminé rodando montaña abajo mientras la perra intentaba darme caza sin éxito alguno. Tipo croqueta. Me gustaba mucho hacer eso pero había que encontrar la montaña ideal para coger suficiente velocidad. Era común clavarse pinchos o magullarte con alguna piedra pero ese día, cosas del destino, me tragué sin saber como una espiga. Cuando me recompuse me di cuenta enseguida al tragar saliva y notar como un pinchazo agudo en la garganta. Intenté escupirlo haciendo repetidas veces: Aggggggggg pero no hubo forma. Bajé al pueblo porque era la hora de comer. No comí. Mi tía se extrañó porque nunca he dado problemas para comer, pero yo no dije lo que me pasaba. Me puse mustia. Por la tarde, después de la obligada pausa para la siesta, en lugar de seguir de aventuras me quedé sentada en el césped de casa. No dije ni mu. Siempre he hecho cosas así. Cuando me pasaba algo que yo consideraba grave en lugar de decirlo me callaba como una muerta. No sé por qué actuaba así. No me importaba reconocer que había estado en uno de los sitios prohibidos solo era que no quería decirlo. Por la noche mi tía me obligó a cenar.
El dolor cada vez era más grande. Incluso me dio fiebre. Me fui temprano a la cama. Y allí me quedé pensando en el niño sano. El niño sano es un niño que tiene mi misma edad pero vive en otro mundo, en un plano existencial paralelo al mío. Cuando yo estoy enferma el está súper sano y cuando yo estoy súper sana él está enfermo. No sé si el día que yo me muera él se morirá también o se hará inmortal pero el caso es que estaba pensando en él y quise alargar mi padecer para que él disfrutara más rato. No me parecían proporcional mi salud con la suya, así que era de justicia que yo me encontrara mal un tiempecito. Me quedé dormida. Por la mañana, cuando desperté me encontré la espiga junto a la almohada. Me quedé flipada. Estaba casi intacta y no recordaba como la había escupido. Pero seguía encontrándome mal. Todo aquel asunto desembocó en varicela. Guardé un tiempo la espiga y a menudo pienso en aquello. Curioso que se solucionara el tema de la espiga sin hacer nada y curioso que justamente hiciera acto de presencia la varicela. Yo estaba contenta porque desde la cama imaginaba al niño sano disfrutando de unas semanas de verano realmente merecidas.

miércoles, 22 de junio de 2011

Mari Paz Rioja y la Maldición de la Calle Apeninos 15-7ºB


Mi madre, enferma de Alzheimer se ha cagado encima, se ha limpiado con la mano y ha restregado toda la mierda por las paredes de la habitación. Ya no puedo más. Huele todo a infierno, a enfermedad, a tristeza rancia, a olvido. La semana pasada se escapó de casa mientras me duchaba. Salió, casi desnuda, al jardín de enfrente del edificio diciendo para sí misma que iba a recoger percebes. Siete pisos que se bajó ella sola en porretas y gracias a Dios que le dio por quedarse en el trozo ese de hierba tiñosa. También le da por esconderlo todo, las llaves, comida, papeles… Abres un cajón y te puedes encontrar que está fermentando un trozo de comida desde hace un mes, te vas a poner el reloj y no está en ninguna parte.  Pensaba que lo peor que podía pasar era que no me reconociera pero ahora me doy cuenta que es un peligro para ella misma y para mi salud mental. No puedo llevar esto sola. Sencillamente no puedo.  Para colmo ahora con todo lleno de mierda literalmente. Este olor no se va a ir con nada, estoy segura. Y ahora el teléfono ¿Quién coño puede ser?

-         ¿Diga?
-         Hola Buenos días, ¿hablo con Mari Paz Rioja?
-         Sí, ¿Qué pasa? – Contesto sin prestar mucha atención. Mi  madre se pasea por toda la casa hablando en susurros. Señor qué peste. Tengo que meterla en la ducha ya.
-         Le llamo de la compañía Triphecartong para ofrecerle un seguro de  vida con unas
-         Disculpe, no me interesa
-         Pero cómo puede saber que no le interesa si no le dicho en qué consiste.
-         Le digo que no me interesa, gracias.
-         Se trata de un seguro…
-         No me interesa, gracias.
-         Le pido que…
-         ¡No me interesa, gracias!
-         Creo que su actitud no está siendo muy apropiada.
-         ¿Cómo dice? –Pregunto indignada.
-         Le repito que no me gusta su actitud.
-         ¡No me interesa, gracias hija de puta! –Cuelgo nerviosa e indignada.

¿Por dónde empiezo a recoger todo esto? ¿Y dónde está mi madre? Lo primero que hago es mirar a la puerta de la calle. Está cerrada y he quitado las llaves. Voy a la terraza y al salón, ni rastro. En su habitación, ahora empapelada de heces matutinas, tampoco está. El corazón me va a explotar. Tranquila Mari Paz, me digo, respira hondo, retén el aire unos segundos y expulsa por la boca. Repito la operación un par de veces pero la nariz se llena con un hedor insoportable y me sobreviene una tremenda arcada que me hace ir casi a gatas al baño y allí encuentro a mi madre. Acurrucada en el ínfimo hueco que hay entre el bidé y el radiador. Tiene la mirada perdida, como si fuera sonámbula. Me da miedo y un poco de asco pero enseguida esos pensamientos se transforman en una compasión infinita.

-         Ven, preciosa. Vamos a la bañera. –Le digo poniendo sus brazos alrededor de mi cuello.
Como puedo le meto en la bañera y le quito el camisón. El espectáculo, aunque es habitual, no deja de impresionarme. Cada vez que tengo delante su cuerpo desnudo procuro pensar en cuando yo era niña y nos íbamos todo los veranos a la casa del pueblo. Mi madre era la única mujer que, sin ningún problema, se bañaba en el lago con toda la chavalería del pueblo y montaba en bicicleta con todos nosotros. También hacíamos excursiones al monte próximo y en casa bebía sangría mientras ponía discos de lo más variopintos a todo volumen. Ese era mi particular Alzheimer. Marcharme por la puerta de atrás a un pasado de ensueño que ahora es como si nunca hubiese existido.

Ella ya está limpia. Voy bien, poco a poco. Vamos Mari paz, que puedes hacerlo. Rebujo el camisón, la toalla y dirigiéndome al dormitorio hago lo propio con las sábanas y el protector del colchón. Por un momento dudo entre tirarlo o lavarlo. Lo tiro. Quizá pueda eliminar parte de esta mala hierba de raíz ¡todo a la basura!
He sentado a mi madre en el sillón del salón. Junto a la ventana, con la música de Ella Fitzgerald sonando suavemente de fondo. Parece tranquila.
Me voy a la cocina. Me armo con guantes, productos desinfectantes, rollo de papel de cocina, trapos y un cubo con agua caliente. Empiezo el primer asalto. Mari Paz guapa, relájate que solo es mierda. Piensa que es de un bebé. ¿De un bebé?  Pero si juraría que lleva hasta guisantes de la cena de ayer… Puaggggg, no puedo, no puedo. ¡Venga hombre! ¿Qué no puedes? ¿No puedes limpiar una caca de tu madre? ¿Cuántas veces te limpió ella el culo? Y ahí estaba, la culpabilidad que imponía, como siempre, su ley. La culpabilidad que había hecho que yo no fuera capaz de llevar a mi madre a una residencia. Sí, culpabilidad que no amor, porque el amor no tiene  que estar reñido con el ser práctica. De todas formas tengo que limpiar esto y ya me dedicaré a la reflexión en otro momento. ¿Pero qué hora es? ¿Las 10? ¿Y aún no ha llegado Tere? Con un poco de apoyo moral me resultará todo más fácil, porque vale que ella es enfermera, pero no voy a permitir que se tenga que tragar este mojón. Esto lo limpio yo, como que me llamo Mari Paz Rioja. Es asunto mío y solo mío. De todas formas voy a llamar al hospital, es extraño que lleve más de 30 minutos de retraso. Ella es muy puntual. Cojo el teléfono en el salón. Observo a mi madre que descansa plácida. Hasta parece una mujer sana. Descuelgo pero no hay señal, solo un silencio abrumador. Doy varias veces a la horquilla del aparato. Nada, no hay señal. De pronto escucho un ruido al otro lado.

-         Le dije que su actitud no era la más apropiada…
Se me hiela la sangre. ¿Es la mujer del seguro de vida?

-         ¿Ho… hola? –Pregunto desconcertada- ¿Quién es?
-         Ya sabe quién soy –contesta con una voz de hierro- Antes le llamaba para ofrecerle un seguro de vida, ahora estoy aquí para decirle que sin duda lo va a necesitar. Pero ya es tarde.
Me tiembla tanto la mano que no acierto a colocarme bien el aparato en la oreja.
-         ¿Pero esto qué es? ¿Una broma?
-         Esto es una lección, para que aprenda a respetar el trabajo de otras personas. Se arrepentirá de haberme insultado. Se lo puedo jurar.

Cuelgo el teléfono con furia, lo vuelvo descolgar, lo vuelvo a colgar una y otra vez. Con terror me lo pongo en la oreja.

-         Querida Mari Paz… - Me dice la voz arrastrando las palabras- Le diría que voy a matarla, pero no será necesario, usted misma lo hará.

Tiro el teléfono. Estoy segura casi al 100 por cien que ahora, la que se va a cagar encima, soy yo.
Busco el móvil en mi bolso. No está. En el bolsillo del abrigo, no está. Calma, calma… Miro de reojo el teléfono fijo, no tengo valor para volver a intentarlo. Dónde está mi móvil, ¿dónde?. Es fácil echar la culpa a mi madre, pero yo siempre pierdo el móvil. Siempre me llamo desde el fijo para ver dónde suena la marchosa melodía Samsung, pero hoy no puedo hacerlo. Me  voy a mi habitación, abro un cajón de la mesilla y tiro tan fuerte que lo saco del todo y se me cae al suelo. No está. Ni en el baño, ni en la mesita del pasillo, ni en la cocina. Desaparecido. Vale,  Mari Paz, respira, que estás montando un drama de una broma radiofónica. Seguro que esto es uno de esos  programas de radio dónde se dedican a atormentar a amas de casa gastándoles pesadas bromas. Sudo a chorros. Me acerco al equipo de música y  lo apago. Me seco la frente con el dorso de la mano y suelto aire por la boca, como si estuviera fumando.

-         ¿Qué tal estás, mamá? ¿tienes calor? – Me pongo delante de ella con las manos en los reposa brazos de la butaca. Ella me mira pero no me ve. Sonríe vagamente. – A  ver mamá, tenemos que salir a dar un paseo ¿quieres?
-         Pero ¿tu quién eres? –Me pregunta la pobre.
-         Mari Paz, mamá. Soy yo. Venga ven, te voy a poner el abrigo nuevo.

Voy al armario, saco el abrigo nuevo y un pañuelo de seda. Se me ocurre mirar en los bolsos por si apareciera allí mi móvil, pero no tengo suerte. Estamos listas para salir, decido coger la silla de ruedas porque iremos más deprisa, no sé dónde, pero iremos más deprisa. De mala gana ella se sienta. Cojo las llaves y salimos. Llamo al ascensor. Soy un coche de carreras con el motor a punto de explotar. Se abren las puertas y me encuentro con el cartel: NO USAR. PERIODO DE PRUEBAS POR AVERIA. Llevo dos días sin salir a la calle y no tenía ni idea de que los ascensores tuvieran “periodo de pruebas” ni que el mío, en concreto, estuviera estropeado. Dos días con la puerta cerrada y las llaves escondidas. Es que no puedo dejar a mi madre sola aunque en realidad, muchas veces, tampoco tengo ninguna gana de salir. ¿Para qué? ¿Para darme cuenta que yo ya no pertenezco a ese mundo de aire fresco? No, gracias. Cuándo me decida por ser práctica y acudir a una residencia ya saldré.

Con siete pisos y sin ascensor no hay forma de bajar a la calle. Volvemos a entrar. Mi madre se pone a cantar “Desde Santurtzi a Bilbao vamos por toda la orilla”. Me quito la cazadora y la chaqueta. Estoy tan agobiada que no puedo  pensar. Dejo a mi madre en la silla de ruedas y me siento en el sofá. Miro el teléfono. Tengo que hacerlo. Yo también me pongo a cantar su canción, como para quitar importancia a  toda esta locura y con decisión, como quién se tira a la piscina, cojo el auricular. Me lo colocó en la oreja con la espantosa sensación de que algo nocivo va a salir de los agujeritos y me va succionar el cerebro. El corazón se me dispara, tiemblo como si fuera un terremoto en mi misma y antes de poder oír nada lanzo aterrorizada el aparato que cae al suelo con violencia. Jadeo como si llevara corriendo tres horas a ritmo frenético. Me pongo de rodillas y me acerco lentamente al auricular.  Me agacho y sin cogerlo pego la oreja.

-         ¿Todavía tiene ganas de hablar? – La voz me golpea de lleno en el pecho como si fuera una bala.
Arranco el cable de conexión que tiene la toma en la pared detrás de la mesita auxiliar. Me ahogo. Cojo aire tan deprisa que apenas me entra oxigeno en los pulmones. Mi madre sigue cantando.

-         Mamá, escucha. Voy a salir un momento. Tengo que buscar a algún vecino. Espérame aquí. Vuelvo enseguida. ¿Me oyes?
-         Claro que te oigo. ¿Crees que estoy sorda? – Me contesta ofendida.
-         Vale -Digo más tranquila. Sus momentos de lucidez me dan tranquilidad- Entonces ahora  vuelvo.
Le doy un beso rápido en la mejilla. Una costumbre que tengo desde niña. Una costumbre como coger las llaves o revisar el bolso antes de salir. Salgo y poseída bajo las escaleras hasta el sexto, llamó a las dos puertas de los vecinos. Parece que en ninguna de las dos manos hay gente. Me agarro a la barandilla y casi a saltos bajo al quinto y al cuarto. Nada. Sigo mi carrera trepidante, pensando que en una mala en el bar de la esquina encontraré ayuda. Se va la luz y me quedo entre el piso 4 y el 3. ¡Joder! No puede estar más oscuro. A tiendas voy bajando, agarrada a la barandilla, poniendo los dos pies en cada escalón. Intento llegar al rellano para dar la luz pero de pronto es como si ante mi se extendiera una escalinata interminable de oscuridad y barricada. Avanza mi pie derecho, lento y torpe, buscando el siguiente escalón, Mari Paz deja de pensar en mamá, que estás obsesionada, pero estoy tan nerviosa e inquieta que me invade una ansiedad terrible. Mi pie en lugar de aterrizar en el duro escalón de granito lo hace sobre una superficie blanda y fofa. Me asusto y retiro de inmediato el pie. Vuelvo a intentarlo con mayor delicadeza, lo palpo con la punta de mi zapatilla de deporte, es como si estuviera pisando arenas movedizas, una barriga o una espalda sebosa. Como impulsada me caigo de culo y grito asustada. Empiezo a arrastrarme por las escaleras pero esta vez hacia arriba. Llego al rellano del cuarto y enciendo la luz. Me asomo por el hueco de la escalera  para averiguar qué era lo que estaba pisando y entonces descubro, ahí tirado e inerte, el cuerpo  de Tere la enfermera que viene a ayudar a mi madre. Tere que, inexplicablemente, hoy llegaba tarde. Es cierto que está bien entrada en carnes y tal vez al subir andando todas esas escaleras haya sufrido un infarto o tal vez la han asaltado. Vuelvo a bajar corriendo, doy la vuelta al  pesado cuerpo, no tiene heridas, ni golpes a primera vista, está caliente, le tomo el pulso. Creo que está muerta. A pesar de ello empiezo a hacer el masaje cardiovascular que aprendí en un cursillo de primeros auxilios.

-         ¡Ayuda! –Grito mientras lloro con todas mis fuerzas.- Joder, ¿no hay nadie?

Oigo el ascensor que sube. Pienso que algún vecino acaba de despertar de un largo letargo y por fin me ayudaran.

-         ¿Hola? ¿Quién llama al ascensor? Baje al tercero por favor, ¡deprisa!

Contengo el aliento escuchando con atención y sin darme cuenta dejo de la reanimación de la pobre Tere. Oigo como se cierra la puerta del ascensor y como comienza a descender. ¿Pero es que no han leído el cartel? Y entonces se me enciende la bombilla. No es ningún vecino es mi madre. Sin saber qué hacer corro hacia arriba, diciendo por lo bajo no, no, no. Y es entonces cuando se oye un frenazo brusco. Mierda, mierda, mierda. Veo que se ha quedado en el sexto.

-         ¿Mamá? -Digo pegándome a la puerta-. Mamá, tranquila voy a buscar ayuda. –Intento abrir, pero no se puede. Tiro con todo mi alma del asidero de la puerta, desquiciada, loca de rabia y de ira. Nada, no se abre, pongo un pie contra la pared y con las dos manos tiro con más fuerza. Con un ligero clak el ascensor desciende unos metros. Bajo corriendo, pero se ha quedado parado entre un piso y otro.
-         Mamá, ¿me oyes? – Pego la oreja y dejo de respirar, oigo que está canturreando la canción de antes. No sé que hacer. Bajo para seguir llamando a los pisos que me faltan por timbrar. Corro por las escaleras pidiendo ayuda, llamando a todas las puertas. Con otro clak el ascensor vuelve a bajar un poco, secamente se para pero en unos segundos hay otro clak y se descuelga un poco más, es como un tren que empieza a funcionar. Clak -clak -clack Un chirrido herrumbroso precede a un montón de chispas y estruendo que  anteceden al definitivo descenso  y yo, que estoy en el primero, veo ante mis ojos pasar a toda velocidad el ascensor con mi madre dentro que continúa cantando. Es lo último que percibo de ella. Cuando el elevador se estrella contra el suelo siento que yo misma  me he desintegrado.

-         Pero ¿Qué es esto? ¡¡Ay, ay, ay!! Señor… Dios Mio.

Una Vecina de uno de los bajos sale de su guarida. Ahora, justo ahora, hay que joderse aunque yo estoy en un estado de catatonia en el que todo me da igual. Siento sus pasos volviendo apresuradamente al piso y sin cerrar la puerta hace una llamada. La conversación con el 112 rebotaba en las paredes del portal.

-         Por favor, manden una ambulancia no sé que ha pasado pero he oído jaleo en la escalera  y al salir he visto que el ascensor se ha estrellado en el portal –Está tan acelerada que va soltando todo de golpe. Cuándo escucho que se refiere a toda la catástrofe con la palabra “jaleo” sonrío amargamente. Claro que ella aún no sabe que hay dos cadáveres calentitos en la escalera- Ha sido un ruido horroroso, como una bomba, tengo el corazón que se me sale por la boca- Añade suspirando- Si… si… No, no lo sé, pero desde luego que yo voy a necesitar un médico, tengo la tensión por las nubes. He oído gritos pero estaba pinchándome la insulina y no he podido salir. No, ya le digo que no tengo idea de si hay alguien dentro ¿Mi nombre? Adelina Redondo Peñalba, si señor, vivo aquí.. Vivo en el bajo C por mi marido, que lo tengo como un vegetal desde hace cuatro años,  usted no sabe lo que es esto, que llevo… ¿Cómo? si si, le digo calle Apeninos  15. Gracias. Si, les espero.

Con pasos acelerados vuelve a salir y se asoma de puntillas a la desgracia de hierros y hormigón que tiene delante. Mira hacia arriba para evaluar, a ojo, en qué condiciones está el techo. Es entonces cuando me ve.

-         ¡Ay Dios Mio! ¿Eres Mari Paz? -Asiento con la cabeza haciendo pucheros. Ella se me acerca. –Pero ¿Qué ha pasado? ¿Estás herida? Venga, ven levántate- Ayudándome a poner en pie me mira como si fuera un extraterrestre- Venga, venga aligera que  no tiene buena pinta este trozo de techo, igual caen cascotes.

 A través de la puerta de cristales del portal, se escucha a gente estar haciendo corrillo para averiguar lo sucedido. Es lo típico que sucede siempre con las tragedias, los mirones.
Desde su casa se oye el teléfono sonar.

-         Venga, vamos ligeras, que será alguien que nos querrá ayudar, o igual son los bomberos o vete a saber. ¡Qué follón!

Al entrar en su pequeño piso noto que también huele a enfermedad como en el mío. El saloncito se ha convertido en una pequeña sala de hospital con una cama grande, de esas regulables, hay algunos aparatos, jarroncitos con flores de tela, la tele y una silla de ruedas. Un hombre corpulento tumbado en un sillón que también parece adaptado, se ha caído hacia adelante y está con la mitad del tronco retorcido sobre sus propias rodillas. En la ventana, llena de geranios, se distinguen las coronillas de las cabezas que intentan asomarse.
-         ¡Lorenzo! Ay Señor que se ha caído –Exclama angustiada- Dios Mío, qué disgusto. Si te tengo dicho que no puedes moverte, pero no, si la culpa ha sido mía que no te he puesto las correas, si es que ya no valgo para nada, qué pena Lorenzo. ¡Niña! – Me grita a pesar de que estoy a su lado- Ayúdame que no puedo con él, no no, mejor atiende el teléfono, que me están volviendo laca .

Espabilo levemente de mi sock. Localizo el teléfono que está sobre una mesita auxiliar, en el recibidor, casi idéntica a la de mi madre. Amontonados en un rincón hay botecitos de insulina y una jeringa usada que descansa sobre unos algodones.
-         ¿Quieres atender la llamada de una vez? – Me pregunta impaciente Adelina desde la sala.
-         ¿Si? – Un hilo de voz que no parece el mío contesta al descolgar el teléfono.
-         ¿Un mal día, querida? – Era ella, era ella. Inevitablemente ella.

Apoyando la espalda contra la pared me dejo caer hasta que quedo sentada en el suelo. A lo lejos escucho a Adelina, que ha abierto la ventana y está dando el parte a todo el barrio. El auricular, con su cable rizado, cuelga lánguido bamboleándose lentamente. No puedo más. Cojo la jeringa usada, la lleno hasta más allá del tope con la insulina de Adelina, la diabética, la del bajo C. Sin mirar me la clavo en el muslo y vacío todo el contenido. Repito la operación dos veces más.


miércoles, 11 de mayo de 2011

Pájaro en Mano.

Vivo en un lugar llamado Pájaro en Mano, un pueblo pequeño. Tan pequeño como yo lo era.

Frío, eso es lo que sentía cuando ocurría. Me escondía debajo de las escaleras y temblaba cerrando los ojos. Rezaba una y otra vez para que no sucediera. A veces, Dios me escuchaba y enviaba a mi tía o a mi abuela, que me llevaban de excursión o a pasar el día en su casa. Sin embargo en otras ocasiones llegaba del colegio corriendo, pero antes de atravesar el jardín ya sabía que estaba sucediendo. No sé cómo era capaz de saberlo, supongo que el frío llegaba hasta la valla de la entrada o puede que mi nariz los oliera, como mi perro Zeus olía desde el otro lado de la cerca su comida. Entonces, cuando los percibía, me quedaba en la casa del árbol, o entraba por el vestíbulo con los ojos cerrados y tapándome los oídos, algo ilógico porque nunca les escuché cantar ni hacer ningún otro sonido. Subía las escaleras a toda velocidad hasta que llegaba a la habitación de Clara, mi hermana, y me quedaba con ella hasta que mi madre nos venía a buscar y nos daba la merienda como si nada ocurriera.

Una vez cerré tanto los ojos que tropecé con uno de los peldaños. Todas los lapiceros y libros de mi cartera salieron por los aires y se fueron resbalando escaleras abajo poco a poco. Me quedé sentado escuchando los murmullos que llegaban del Salón Grande. Sí, allí estaban no me equivocaba, además el frío ya me estaba haciendo tiritar. Puede que fuera uno o puede que hubiera más. “¡Levántate! ¡Levántate!” Me decía mi interior pero no podía moverme. Oí como se abrieron las puertas correderas del Salón Grande y escuché también mi corazón palpitando, como el tambor del solado de hojalata que me regalaron en mi cumpleaños: tu cu, tu cu, tu cu, tu cu... Muy deprisa, cada vez más deprisa. En el breve tiempo en que las puertas permanecieron abiertas, los susurros cesaron pero no el llanto de una mujer, al parecer, desconsolada.

Mi madre apareció al pie de las escaleras.

- ¡Dani! ¿Qué te ha pasado? –mi madre se acercó hasta donde yo estaba- ¿Qué haces ahí tesoro?-Me acariciaba la cabeza, intentando a la vez que la mirara. Cuando lo consiguió, ahogó un grito:

-         ¡Pero si estás sangrando por la nariz! –Inmediatamente sacó un pañuelo del bolsillo y me limpió la cara. Yo seguía temblando y ella me abrazó, calmándome con voz suave:

-         Cielito mío, no pasa nada, te has tropezado por llevar los cordones sueltos.

Por lo general, mi especial sensibilidad para saber si estaba ocurriendo o no, me salvaba en muchas ocasiones. Elaboré una lista de reglas de oro: Ojos cerrados, estar en forma para correr mucho y deprisa, tener canciones preparadas en la cabeza y nada de luces apagadas.
Durante un largo periodo de tiempo hasta dejó de suceder y quizá fue entonces cuando bajé la guardia. A pesar de ello tanto Clara como yo evitábamos el Salón Grande. No es un sitio para niños. Y olía mal. Olía a frío.

- Fergus Benson me ha dicho que el sábado estuvo en nuestra casa y que se dejo un libro de piratas en un sillón del Salón Grande. – Me dijo Clarita.

- Fergus Benson es un mentiroso, el peor niño de todo el colegio. No hagas caso de lo que él te diga.

- Dicen que ayer estuvo llorando, por lo de su abuelita.

- ¿Llorando?-Repetí irónico- Ese chico no sabe llorar, Clarita.

Bien lo sabía yo. Le había visto pegar y mentir a un montón de niños, reírse de los más feos y pegar a perros y gatos. Mi hermana era demasiado pequeña para saber de qué estaba hablando. Debía alejarse de ese tipo de niños porque ella siempre se lo creía todo.
El sábado estuvimos con la abuela todo el día. Nos llevó al mercado de Lancaster, nos hizo empanadillas dulces y nos dejó ayudar en el garaje al abuelo. Llegamos a casa sucios, muy cansados y muy tarde. ¿Por qué iba estar Fergus en nuestra casa si no estábamos ni nosotros mismos?

Tía Sara llegó una tarde para merendar con mamá, nos trajo un saco lleno de canicas. Clara aún no había llegado del colegio, así que salí al jardín a esperarla. Tenía que repartir el regalo. Ella siempre llegaba después de mí porque va a una clase extra de matemáticas, pero aquél día se retrasaba más de la cuenta. Mi madre salió al porche secándose las manos en el delantal una y otra vez mirando más allá de la verja. Pasó el tiempo. La encontré yo, en la caseta del árbol. Nadie miró allí porque un escalón estaba roto y no podían suponer que sabíamos trepar sin necesidad de escalera. Estaba hecha un asco. Con el vestido sucio, el pelo revuelto y la cara roja. No quiso contar qué había pasado pero al día siguiente no fue al colegio y mi madre dejó que se quedara en la cama.

Yo sí que tuve que ir. Llegué a clase y en mi pupitre había una pintada enorme: LADRONES. Quise borrarla pero no se podía, escupí encima y froté con la manga del jersey. Nada. Todos los niños iban sentándose y miraban de reojo las letras negras y grandes que alguien había escrito en mi mesa. No sabía que significaba todo aquello pero tenía claro que solo podía tratarse de una persona: Fergus Benson.

- ¿A que has venido, sapo? ¿No tuvo bastante tu hermana ayer? Quiero mi libro, no vuelvas hasta que me lo traigas ¡ladrón!.
- ¿Pegaste a mi hermana?
- Me defendí de una ladrona.

No sé qué me dio mas rabia. Si el hecho de que pegara a mi hermana, el que nos llamara ladrones o que yo no hubiera sido capaz de entrar en el Salon Grande a ratificar lo que ya sabía: allí no había nada de ese mal nacido de Benson porque nunca había ido a mi casa. Cogí una piedra y se la lancé a la cabeza. Escuché el impacto y algunas carcajadas de otros niños, no puede evitar sentir por un instánte que era superior y poderoso.
Corrí furioso hacia casa, decidido a entrar en el Salón Grande, decidido a tranquilizar a Clara. A ser valiente. Tiré mi cartera sin perder el paso, abrí la puerta, giré a la derecha por el pasillo y olvidé todas mis reglas de oro. Me quedé frente a las puertas correderas. El corazón se me iba a salir del pecho, así que sin pensarlo, coloqué mis manos en los asideros dorados de las puertas y con fuerza las deslicé cada una hacia un lado. El frío me congeló. El Salón Grande se extendía antes mis ojos, basto, inmenso, con su helado aliento y casi en penumbra. Estaba delante de un niño muerto. Blanquecino, con los labios morados y los parpados cosidos. Estaba dentro de una caja rodeada de flores y grandes candelabros, con un rosario en las manos como las otras veces en que los vi, aunque nunca fueron niños.

    Muertos.
    Me hice pis.
    Eternidad. Unos brazos veloces me rodearon y me levantaron al vuelo sacándome de la habitación. Encima de una mesita descansaba un libro de vivos colores: La Isla del Tesoro.
Vivo en Pájaro en Mano, un pueblo pequeño, pero lo bastante grande para tener su propia casa de sepelios

viernes, 18 de febrero de 2011

JALEOS


JALEOS

- Pauli, te he dicho mil veces que no me pongas la leche hirviendo joer, ¿Qué quieres escaldarme la lengua?
- Ojala se te escaldara…
- ¿Pero qué mosca te ha picado? Siempre te levantas con el morro torcido.
- ¿Con el morro torcido? Mira, Óscar, no me hagas hablar, te lo pido por favor. –Óscar tras un prolongado suspiro cogió, desganado, la bolsa de magdalenas y se sentó dispuesto a desayunar.
- Pues nada, otro día de ejercicios espirituales. ¡Qué asco de vida!
- ¡Asco de vida la mía!
- Mira, cari, cuando te tranquilices hablamos lo que quieras, pero a mí estos números no.
- ¿Lo ves?- Gritó dirigiéndose a la encimera- ¡Me hablas como la Súper Nani a los niños de 4 años! ¿Qué te crees que soy? ¿La chacha? ¿la sucursal del banco de España? Pues no guapo. Estoy harta de mantenerte, de no pintar nada, de no sentirme querida, de estar seca por dentro y por fuera. ¿Te enteras?
- Mira, hija, se me han quitado las ganas de magdalenas. Te las comes tú si quieres, y te bebes el vaso de leche que parece que lo ha traído el mismo Satán del infierno.

Óscar se levantó de la mesa con intención de irse, inmediatamente, a la calle. Pero los sollozos de Pauli le hicieron parar en seco.

- Uy uy uy... ¿Ahora empiezan los lloros? ¿Pero a qué viene todo esto churrita? ¿es por qué ayer llegué un poco tarde? –Se acercó a Pauli y la abrazó por detrás mientras la besaba en el pelo. – Pauli, estuve hablando con varios empresarios serios. Te lo iba a contar pero como me has montado este pollo he preferido esperar a que estuviéramos más calmados. Venga, deja ya de llorar mujer y te explico.
- Déjame Óscar –Pauli se soltó del abrazo y se puso a limpiar frenéticamente la encimera de la cocina- siempre estás igual, nunca escuchas lo que te digo.
- Claro que te escucho. Pero escúchame tú. Que esta vez es cierto, que se acabó tocar en bodas y fiestas de pueblo Pauli, que voy a grabar un disco. Con una banda de verdad. De jazz. Me harán una prueba en unas semanas y si todo va bien me llevan al festival de Vitoria y vete a saber lo que vendrá luego. ¡Es la ostia Pauli, que puedo oler el éxito desde aquí!
- Pues yo solo huelo tu aliento de borracho y el olor a miseria. –Contrariado, Óscar intento auto-oler su aliento.
- Qué quieres ¿qué hable de negocios tomando un Cola Cao? Y lo de miseria… Es que te gustan los dramas Pauli. Si, si, no me mires así. Te gustan los dramas más que a un tonto un lápiz y punto.

Pauli le miró con ira y luego se sonó los mocos sin pronunciar palabra.

- Mira me voy. Ya nos veremos más tarde.

Óscar se bajó al bar de la esquina. Se pidió un vaso de leche, templado, y una porra.

- ¿Mal día? –Preguntó el camarero.
- No lo sabes bien Elías. De verdad que paso de tener novia y de todas esas mierdas.
- Todos los que pasan por esta barra están igual.
- Pues qué bien. –Óscar se sacó un pitillo y se dispuso a encenderlo.
- De eso nada, ya sabes que está prohibido.
- No me jodas Elías… - Mirando alrededor abrió los brazos como diciendo “no hay nadie”
- ¡Que no! ya hemos tenido varias denuncias y las multas me las descuentan del sueldo.
- Pues nada ¡A tomar por culo! –Tiró el cigarro y lo pisoteó con ira.
- Lo siento de verdad. Que yo no hago las leyes. –Se disculpó Elías centrando toda su atención en limpiar la cafetera.
- Que no es eso. Que estoy metido en un lío que te cagas. Y estoy acojonado.

Resoplando una y otra vez se rascó la cabeza con desesperación.

- La he metido a la Pauli unas bolas de flipar. Que si he hablado con unos empresarios, que si tengo prácticamente un contrato cerrado… Y lo peor, saqué de la cuenta de ahorros los 6000 Euros que teníamos, casi todo de ella la verdad. Y no la he dicho nada.
- Pues sí hijo sí. Tienes una gorda encima. ¿Y qué has hecho con la pasta?
- Eso es lo peor. Se lo di a mi hermano. ¿Qué quieres que haga Elías? Es mi hermano, mi hermano pequeño –Recalcó dándose con el puño en el pecho- Tenía el chaval un asunto muy feo por una partida de cartas. Y se lo di. Pero como se entere la Pauli, ya no es que me deje, es que me denuncia. Si hoy, sin hacer nada, estaba como una leona no me imagino la que va a montar cuando se entere. Estoy hasta las pelotas.

Elías sin más comentarios, se fue a atender a otros clientes que entraban por la puerta. Las 10:30 es una hora de mucho trajín en el bar.

Óscar mirando fijamente su vaso de leche parecía estar absorto en pensamientos muy profundos. Mordisqueó la porra y bebió un largo trago. Había conocido a Pauli 4 años atrás. Ella tenía 28, él 29. Recordó los primeros tiempos. Esos momentos insuperables, dónde no parece que uno respire aire sino amor. Los días se llenaban con besos, risas, música y pasión. Pauli se desvivía por él. Óscar despistado y despreocupado por las cosas materiales empezó a acostumbrarse a que ella se hiciera cargo de los asuntos más engorrosos: revisiones del vehículo hasta que lo tuvieron que vender, que también se encargó ella, pago de facturas, asuntos de contabilidad domesticas, médicos, contratos, créditos, compras… Por no mencionar el hecho de que se fue a vivir a su apartamento por la cara. Sí que hacía aportaciones, bastante suculentas, pero muy espaciadas y últimamente invisibles. Hicieron viajes inolvidables, vivieron momentos únicos pero todo eso ya había pasado. Ahora sólo quedaba el hecho de que Pauli estaba hasta los cojones de él. Y ahora que lo pensaba, no le faltaba razón a la mujer. Él no era su pareja, era como hijo de 33 años totalmente dependiente y chupasangres.

Se limpió con una servilleta de papel los dedos del aceite de la porra. Dejó unas monedas sobre el mostrador y con decisión salió.

- ¡Suerte! –Le gritó Elías, pero no le contestó.

Subió a casa. Perfecto ella no estaba, así que directamente cogió el contrabajo y se fue escaleras abajo con tanta prisa que parecía que algo o alguien le perseguía.

Esperó el bus. Línea amarilla, número 37. Se sentó con el contrabajo entre las piernas. Le sudaban las manos y el corazón le palpitaba deprisa. No quería pensar demasiado. Se concentró mirando el paisaje por la ventana. La ciudad, la gente…. Una melodía le empezó a sonar en la cabeza, era como un video clip, su música en la cabeza y las personas, los semáforos, el humo, papeleras, coches y edificios desfilando ante su atenta mirada.
Se bajó, cruzó la plaza de la Concordia, enfilo por la estrecha calle San Lorenzo, subió las escaleras de piedra del pasaje de Cuchillería. Atravesó el arco de San Juan y finalmente llegó ante la puerta de madera del Jazzbank. Llamó repetidas veces. Se encendió un cigarro esperando que le abrieran y por primera vez en el día, se concedió una respiración profunda que le alivió parte de la tensión que le atenazaba.

- Óscar… -Saludó el viejo Luis Rivero- ¿Qué te trae por aquí?
- Déjame que apague esto y te cuento. –Dando una última calada tiró la colilla y pasaron dentro.
El Jazzbank era una tienda de instrumentos, pero al entrar no lo parecía. Era como un palacio de relax. Luz tenue, suelo de madera oscura cubierto de alfombras mullidas. La música siempre sonando, butacas y sofás, estanterías con libros y cuadros de grandes músicos y solistas. También había una pequeña barra donde siempre el viejo Luis te servía una copa reconfortante. En la trastienda los tesoros. Y aún más al fondo un patio, cubierto de hiedra, donde las noches de verano se daban modestos conciertos, tanto de música clásica como de jazz. A Luis le gustaba dar oportunidad a jóvenes bohemios enamorados de músicas alternativas.

-Quiero vender esto –Soltó Óscar haciendo un gesto con la cabeza.
- ¿Tu contrabajo? –Asintió- Por qué.
-Porque debo hacerlo Luis. Créeme que no es nada fácil, pero ahora mismo es lo que tengo que hacer. Sé que no compras segunda mano, pero mi contrabajo es una joya.
- Lo es. – Luis Rivero hizo una pequeña pausa y luego le señaló con el dedo- Aunque la verdadera joya eres tú.
- No, no Luis, no. No quiero empezar con esto. Son muchos años de dedicación. Amo la música, lo sabes, pero tengo 33 años, una novia que me va a cortar las pelotas y no puedo seguir estirando esto. No puedo seguir esperando que un sueño se haga realidad. No puedo. En serio no puedo.
- Vale vale… Tranquilo. ¿Te pongo algo?
- ¿Tienes patxaran?
- Vaya sí que le das fuerte a estas horas –Comentó sirviéndole la copa- Entonces dime, cuánto pides.
- Pues como bien sabes un Johannes Rubner ¾ del 57 perfectamente listo para su uso y disfrute, con flight case nueva y un arco Paesold, modelo alemán, bien vale 7000 Euros.
- Uh… 7000 Euros… Eso es mucho hijo.
- Vamos Luis, este contrabajo lo tocó el mismísimo Jimmy Blanton
-¿Pero cómo te atreves Óscar? –Exclamó Luis soltando una carcajada- No me vengas con esas. ¡Blanton murió en el 42!
- ¡Vale pues entonces lo tocó Charles Mingus o John Kirby! Quien tú quieras.-Gritó Óscar, presa nuevamente de la desesperación.
- ¡Eh! Tranquilízate muchacho. –Hizo una pausa- Te daré 6.600
-¡Hecho!
- Pero no te lo volveré a vender. Jamás. Ese el trato. Si decides desprenderte de un sueño y de tu talento, tendrás que ser consecuente con ello. Quizá toques otros, pero este, ya no. Piénsalo.
- Muy bien –Óscar tragó saliva para deshacer un nudo invisible que le estaba dejando sin aliento- Si eso es lo que quieres, así lo haremos.
- No, eso es lo que quieres tú.

Salió de regreso a casa, con su cheque en el bolso y los ojos arrasados de lágrimas.

Entró decidido a hablar. A escuchar y a decir verdades. Hubiera sido fácil ingresar el dinero en la cuenta, pero no quería un camino fácil. Quería el camino de la verdad. Quería estar con Pauli y volver a esos primeros tiempos de amor y confianza. Cambiaria y si las cosas les iban bien compraría otro contrabajo y conseguiría su sueño, sin mortificar al amor de su vida. Buscaría un trabajo convencional y desterraría para siempre las mentiras y el tabaco. Sería mejor que empezar de cero. Pero al llegar a casa Pauli no estaba. Quiso comer, pero no le entraba nada. Se sentó frente a la tele. Luego frente al ordenador. Entro en la web del Inem para buscar trabajos. Echó un vistazo a su curriculum. Luego entró en el foro de jazz. Nuevos conciertos. Repasó las agendas de las salas y cafés con actuaciones de la ciudad, del país, del continente y luego las de USA. Nada, que no llegaba. Se tumbó en la cama. Las 5. ¿Estaría trabajando? Sí, puede hiciera turno de tarde en la tienda. No se acordaba. Después de una siesta llena de sobresaltos y malos sueños, se tomó un café. Leyó. Tic tac. Se le habían quitado las ganas de hablar y de todo. Se puso una peli. Dos pelis y un capitulo de una serie basura. Las 10. Sonó la cerradura de la puerta de casa.

- ¿Pauli? –Pauli dejó las llaves en el cajón de la entrada. Escuchó como colgaba el abrigo y el bolso en el perchero. La cremallera de las botas y luego los pasos. Él se incorporó en el sofá. Ella apareció cruzada de brazos. – ¡Pauli! llevo todo el día esperándote.
- ¿Si? Vaya novedad. Normalmente es al revés.
- Venga deja de darme caña. Ven aquí. Tenemos que hablar.
- Si tenemos que hablar. –Pero no se acercó al sofá.- Estaba mañana he ido al banco. –Óscar sintió como una bocanada de fuego le nacía en el estómago y se aparcaba justo en su boca.
- Te puedo explicar…
- ¡No me vas a explicar nada! Me has robado y esto ya es la gota que colma el vaso. No has tenido suficiente con tus mentiras y con tu comportamiento de malcriado que encima me robas.
- A ver Pauli, que ese dinero también era mío.
- ¿Sabes qué? Que me alegro. Que me he sentido atormentada muchas veces pero ahora solo puedo sentir alegría.
- ¿Alegría de qué?
- Mira vete de mi casa.
- Pauli, alegría de qué –Insistió él
- ¡Que te vayas!
- No me voy a ir hasta que me contestes.
- Alegría de haber conocido a otra persona que me trata y me valora mucho más que tú. Y que conocí gracias a que no te presentaste en la consulta de mi médico cuando habíamos quedado que me acompañabas. –Óscar se dejó caer en el sofá, derrotado- ¡Ahora vete!
- ¿Me has estado engañando con otro?
- ¡Vete! – Y la Pauli se dirigió al estudio- Y no te olvides de este trasto de mierda que es tu verdadero amor. –Quería arrastrar el contrabajo hasta la misma puerta de la calle pero no estaba allí. No estaba presidiendo la habitación, brillante y altivo, como siempre. Entonces se quedó muda. En el atril de las partituras había un cheque.

Lo siguiente que escuchó fue la puerta de la calle. Un portazo que sonó como un adiós para siempre

martes, 8 de febrero de 2011

Simona Rotimi Oni


Mi hermana Kity suele meterse una linterna en la boca y cuando tiene el foco dentro la enciende. Dice que es para iluminar el interior, no soporta pensar que todos los órganos del cuerpo humano vivan a oscuras. En los días de sol, le basta con abrir la boca ante la ventana. Se coloca ahí durante un buen rato. No sé, yo me quedo fascinada, y tengo que confesar que, a escondidas, en el baño también lo he hecho pero no siento nada, aunque tampoco sé si hay que sentir algo. El caso es que mi madre, lejos de intentar corregir este comportamiento, lo ha incentivado. No me extraña, ella misma hace cosas similares o incluso peores, como llamarme Simona. Cada vez que le he reprochado mi nombre siempre dice lo mismo:

- Nena, no fue idea mía. Es regalo de tu padre que amaba a Nina Simone. Te lo puso en su honor. –Y presa de una cierta ensoñación añade- Todavía le puedo oír cantándome al oído sus canciones.

- ¿Y por qué no me llamó Nina? Me parece mucho más llevadero, la verdad.

- Mira, Simona me parece un nombre muy bonito. Agradece que no fuera fan de los Ramones ¿vale? ¿O te parece mejor llamarte como yo?



Mi madre se llama Angustias, Angus para los amigos. Y a mí, en realidad, todo el mundo me llama Mona.

Tenía diez años cuando una mañana estando en clase de plástica, entró la directora susurrando algo al oído de la profesora mientras no dejaba de mirarme. Yo estaba enfrascada dando forma a una escultura de arcilla, un barquito de una sola vela. Tenía pensado pintarlo de blanco, con unas redondas ventanas azules, ojos de buey, creo que se llaman así. Pero en aquel momento aún era una bola deforme. Me encantaba sentir la arcilla blanda y húmeda entre los dedos. Me dejaba como hipnotizada y luego me pasaba días con las uñas negras del barro que se me quedaba dentro. Sí, ya lo sé, una auténtica guarrada.

- Mona – La profesora Angelines con un tono inusualmente dulce se acercó a mí- Recoge. Está tu madre esperándote en portería.

Sin decir una sola palabra me puse a recoger mis cosas. No era la primera vez que mi madre me sacaba de clase a mitad de mañana pero en aquella ocasión era diferente. Mi padre había muerto.

En aquellos momentos nos tuvimos que ir de casa. Nos mudamos a un piso a las afueras. No teníamos vecinos, no había nada, solo una carretera que cruzaba por delante de nuestro portal y una campa abandonada, con basura y escombros desperdigados en montones. Teníamos que caminar casi veinte minutos hasta la primera parada de bus: “Niñas, esto es de agradecer” decía mi madre “¡Ejercicio matutino!” y cuando había nieve o hielo: “Niñas, qué maravilla… Respirad hondo. ¡Qué paisaje!” No quiero decir con todo esto que fuéramos infelices. Para nada. En realidad era todo lo contrario. Angus empapeló toda la casa con papeles floreados. Colgó quitamiedos y llamadores de ángeles por todas las puertas. Teníamos un sofá muy cómodo y siempre había música sonando. Al entrar en casa, podías olvidar lo que quedaba fuera. Era un refugio muy acogedor.

Todo iba bien. A veces Angus lloraba en su cama. Mi hermana se metía linternas por la boca y se negaba a comer cosas redondas. Y yo añoraba tanto a mi padre que muchas veces quería morirme. Pero todo iba bien. Mi madre trabajaba en una oficina de seguros, con un horario bastante bueno, eso decía ella, y los fines de semana trabajaba en casa. Igual le daba hacer de peluquera, que pasar manuscritos al ordenador que cuidar de niños o ancianos.

Una de las personas que se interesaron por las habilidades esteticistas de mi madre fue la Sra. Gutiérrez, que a pesar de tener mil años conducía su propio Seat Ronda rojo. Lo aparcaba todos los sábados a primera hora de la tarde frente al portal con un frenazo brusco. Angus la esperaba con una cafetera recién hecha y el cubo del agua caliente listo. Nos encantaba que viniera. Era como la abuela que no teníamos. Una de aquellas tardes fue cuando se comenzó a complicar todo.

- ¿Cómo estáis, guapas? –Saludó la Sra. Gutiérrez colgando el abrigo en una percha- Ay… cómo me fatigan estas escaleras.

Cuando la Señora Charo Gutiérrez respiraba, se escuchaba como si tuviera dentro del pecho un gato ronroneando.

- ¡Anda no se queje! Que le viene muy bien hacer un poco de ejercicio –La dijo mi madre ayudándola con el abrigo- Ya verá qué guapa la voy a dejar.

Mi madre enseguida se ponía manos a la obra. Le retiraba los pantys, la metía los pies en el cubo lleno de agua caliente y lo mismo con las manos. Parecía flotar alrededor de ella, sabiendo en cada momento qué hacer y cómo hacerlo. Ambas hablaban como cotorras: que si he ido a esta tienda y había unas rebajas increíbles, que si Azu, la hija de la Tere se va a casar en primavera, que vaya tiempo tan frío, que qué sola me siento en casa, que si tal vez me vaya a visitar a mis hijos… Después de todo el tratamiento y todos los cotorreos merendábamos las cuatro juntas. A veces Charo hacía dulces caseros. A mí lo que más me gustaba eran los besitos, unas galletas de merengue redonditas y blancas que se deshacían en la boca. Pero aquél día no había besitos. Había Brooklyn cake, una creación de mi madre consistente en chocolate negro, con base de galleta y mucha crema, que parecía flan de vainilla. No puedo decir que no me gustara porque era, increíblemente, deliciosa.

- ¿Por qué pones todos los sábados teledeporte? Es un tostón –preguntó Charo con cara de asco. Kity dejó de atender a sus recortables y nos miró sin pestañear.

- Por mi padre – Salté yo.

- ¿Por tu padre? ¿pero qué tiene ver tu padre, que en paz descanse?

- Bueno, bueno –cortó Angus- ¿Querrá que le arregle las cejas?

- ¿Cejas? Hija como te agradezco el piropo, a mi ya no me queda pelo para cejas. –A pesar de la afirmación se miró en el espejo de mano para confirmarlo- ¿Pero qué dice esta niña de su padre?

- Que ponemos este canal por mi padre. –Volví a decir yo.- A él le gusta teledeporte.

- No le haga caso, Charito. A la niña le hace ilusión tener ese programa puesto. La recuerda a su padre. – Mi madre se sentó a mi lado estirándose la falda y se metió un trozo de tarta en la boca.

- Y a ti también –Apuntillé con cierto enfado. De pronto me entraron ganas de llorar. ¿Por qué se avergonzaba?

- ¡Claro que a mi también! –Angus, tragando de golpe la masa que tenía en la boca, cogió a mi hermana y la sentó en su regazo. Tenía 6 años pero juro que la trataba como a un bebé. –Adoro escuchar este programa e imaginarlo aquí sentado. –Creo que a mi madre también le entraron ganas de llorar.

- Papi viene todos los sábados a ver el partido ¿a que sí, mamá? – Mamá le acarició el pelo sonriendo tristemente.

- Pero esto no es saludable, queridas –Interrumpió la Charo mirándose las uñas recién pintadas.- Y os lo dice una viuda desde hace treinta años. Yo también le guardaba a mi marido, muerto, cervezas en la nevera. –Silencio. Al ver que nadie decía nada continuó- Y durante mucho tiempo le estuve poniendo un plato en la mesa, a la hora de cenar. –Silencio- Y nunca me atreví a tirar el cojín que se ponía bajo sus posaderas, para sentarse en la silla de la cocina. –Silencio- De hecho no quise ni lavarlo para guardar más su esencia.

- ¿Y todavía lo guarda? – Preguntó Angus.

- Claro. Duermo con él. ¡Pero ya lo lavé! –Se apresuró a asegurar soltando una carcajada. - ¡Jesús! Con ese culo tan gordo y sus gases ¡como para no lavarlo!

Nos reímos las cuatro con ganas.

- ¡Qué cosas tiene, Charo! ¿Quiere más café?

- No no, que tengo la tensión alta. Angus, hija, quería comentarte algo que me tengo que ir ya –Aquí fue donde soltó la bomba- En el taller de “el Portugués” ya sabes, el de al lado del supermercado…

- Sí, ya sé. Espero tener algún día coche para poder llevarlo ahí. – comentó mi madre como quién sueña con unas vacaciones en el Caribe.

- Pues ahí, han cogido a un chico nuevo. El padre está ya para jubilarse y deben de necesitar ayuda. El nuevo tendrá sus treinta y cinco años, no vayas a pensar que es un adolescente. Y está buscando algo para alquilar. No sé, había pensado que igual a ti te venía bien.

- Ay…-Suspiró mi madre suavemente- Pues no sé Charo… ¿Crees que sería apropiado? –Levantó las cejas como calibrando la idea. Pero ese gesto ya me lo conozco, estaba buscando la aprobación para algo que ella ya ha aprobado en su interior.

- ¿Por qué no va a ser apropiado? Además, ¡tres puñetas te tiene que importar a ti lo que sea apropiado para los demás! Pues solo faltaba.

- La verdad es que tengo habitación. Y no me viene nada mal el dinerillo.

¿Pero por qué mi madre tomaba decisiones de ese calibre tan a la ligera? ¿por qué? ¿Teniendo dos hijas pequeñas?

- Una cosita más, Angus –Dijo Charo bajando ya por las escaleras al portal.- El muchacho es… es…

- ¿Qué es? ¿Drogadicto? No me asuste que no quiero problemas.

- ¡No no! – Y agarrándose con fuerza al pasamanos soltó- El chico es negro. Pero sé que eso no te importa ¿verdad? Puede que, incluso, fuera paisano de tu marido. – Mi madre, precisamente, blanca se quedó.

- ¿Por eso me lo manda aquí? –Farfulló- ¡Anda Charo que de verdad…! ¡Niñas adentro! Que hace frío.

- ¿Pero qué más te da? ¿No ves que nadie le quiere alquilar nada porque es inmigrante? La gente tiene muchos prejuicios Angustias.

- ¡Pues que se vaya con usted! Que siempre dice que está muy sola. – Y la dio con la puerta en las narices.

Pero no. No se fue a casa de nadie. Se vino con nosotras. Se supone que mi madre le entrevistó antes, aunque ni mi hermana ni yo estuvimos presentes, y días más tarde se mudó. Trajo pocas cosas y se instaló en la habitación del fondo, la mas fría. A mi se me hizo un nudo en la garganta la primera vez que le vi. Tenía la piel un poco mas clara que la de mi padre, pero su color me llenaba una parte del vacío que sentía. Tenía perilla, y el reverso de las manos más claro, con profundas líneas color canela en las palmas… Me pareció chocolate con leche, en serio, con solo mirarle sabías que su piel era suave y lisa. Tenía pelo muy corto y tan negro como el de Kity y el mío. A pesar de todo mi primer impulso fue el rechazo. Mi hermana, al contrario, se abrazó a su pierna. Sé que ella percibió lo mismo que yo. No es fácil ser las únicas mulatas de clase, del colegio, del barrio… Aquello por estúpido que parezca, nos devolvía una parte de nuestro padre y de nuestra identidad.

Apenas hablaba y apenas le veíamos. Mi madre decía que le dejáramos tranquilo que era un huésped y que teníamos que ser tan respetuosas como él lo era con nosotras. Yo no tenía ningún problema con eso, me incomodaba mirarle. De hecho estuve una buena temporada enfadada con Angus por traerlo a casa, sobretodo un día que al llegar del colegio me los encontré bailando en el salón. Me ardía la sangre. En otra ocasión se pusieron a cocinar, juntos, arroz con banana. Este tipo de cosas me molestaban bastante.



Una noche, Kity llevaba ya más de de una hora revolviendo un puñadito de guisantes que bailaban en su plato. No quería comérselos y nuestra madre estaba especialmente nerviosa:



- ¡De verdad que no sé qué hacer contigo! ¿Sabes lo que te digo? Que no te vas a mover de ahí hasta que te los comas. Y tú –Dirigiéndose a mi- Lávate los dientes y a la cama. ¡Estoy muy cansada! y lo último que me apetece ahora, es pelearme porque no comes la cena. ¿Sabes lo que cuesta tener un plato de comida? Hay que tener respeto y no jugar con la comida. Kity. De verdad, tienes que comer de todo hija, que ya eres mayor. No es capricho mío. ¿Creeis que me gusta estar así? todos los días con la misma canción.



Así podía seguir durante horas. Comenzaba con una cosa, enlazaba con otra, intentaba justificarse, pero a la vez quería mantener un tono cordial y ser estricta. Siempre, siempre, terminaba salpicándome el asunto, aunque nada tuviera que ver. ¿Son así todas las madres? Tengo que decir que gritar, gritaba poco. Nos reñía pero como pidiendo permiso. Algo extraño. Pero esta vez la sentí derrotada. Se sentó junto a mi hermana y la vociferó:



- ¡Cómetelo! ¡Cómetelo! ¡Cómetelo! –Kity , ante ese repentino ataque de histerismo, se quedó de piedra mirándola sin dar crédito. Y mi madre se echó a llorar. La había oído sollozar en su cuarto, a escondidas, pero nunca la habíamos visto llorar así.

En esas estábamos cuando Toby salió de su habitación. Llevaba unas gafas de ver, y un libro entreabierto en la mano derecha. Se plantó en el quicio de la puerta de la cocina, descansando todo su peso sobre la cadera derecha. Y sentí, nuevamente, esa seguridad que extrañaba tanto pero que me daba muchísima rabia admitir.

- O.K… -Suspiró- ¿Qué pasa aquí?

Pensé que mi madre saltaría con mil excusas disculpándose. Pero no despegó los labios. Se limitó a salir rumbo al baño como una exalación. Yo me quedé allí, en la esquina, junto a la nevera que ronroneaba igual que el pecho de la Sra. Charo Gutiérrez. La escena oscilaba entre lo cómico y lo patético. El plato, con una docena de guisantes rancios, mi hermana con sus piecitos balanceándose bajo la mesa, y yo, con ese pijama que parecía un buzo de astronauta arrinconada sin saber qué hacer.



- No te gustan los guisantes, ok, a mi tampoco. ¿Pero sabes qué? Justo estaba leyendo en este libro- señaló el libro con el índice de la mano izquierda- la historia de los guisantes.

- ¿Qué historia? –Preguntó Kity. Tobi se quitó las gafas y se frotó con el índice y el pulgar la nariz.

- Pues la verdadera historia de los guisantes ¿no la conoceis?.-Nos miró lavantando las cejas-En realidad son extraterrestres, se camuflan con esa forma redonda y pequeñita para poder regresar a su planeta pero la única manera de volver a casa es a través de nuestros estómagos. Por eso tienes que comerlos. Todos, todos los que te pongan en el plato te los tienes que comer porque siempre viajan en colonias. Si te comes unos... -y diciéndolo separó con el tenedor unos pocos- y otros no, estarás alejando a poblaciones enteras que solo desean volver sanos y juntos a su hogar.



Nos quedamos atónitas. Ni que decir tiene que kity, "la Tragaluces", se lo creyó todo y tras unos segundos de total inactividad y silencio, una enorme sonrisa iluminó su carita. Cogió el tenedor y lentamente lo condujo en busca de los alienígenas camuflados para tragarselos todos, uno a uno. Toby, satisfecho, también sonrió dejando al descubierto sus blanquísimos dientes. Pero antes del final feliz, intercepté el tenedor y tras un forcejeo inevitable, tiré el plato al suelo, que se rompió desperdigando los guisantes por todo el suelo. Mi hermana se echó a llorar, Toby no reaccionaba y se lió parda. ¿Qué por qué lo hice? Pues no lo sé. Por rabia, por envidia, porque estaba en una fase pre-adolescente que casi acaba con mi vida, y no lo digo por exagerar. Mi madre apareció en escena, con la nariz como una bocina de tanto sonarse los mocos y con los ojos fuera de orbita. Lo único que se me ocurrió fue salir corriendo.
Quería desaparecer, gritar, alejarme. Me escabullí abriendo la puerta de la calle. Bajé a toda prisa, como loca por las escaleras, con el pijama y las zapatillas de estar en casa. El frío era intenso. No escuchaba nada, ni era muy consciente de lo que hacía, solo pensaba en correr y dentro de la cabeza únicamente escuchaba mis pensamientos gritando: "¡No, no, no, no, no!". Atravesé la campa sorteando los montones de basura y la oscuridad que parecía un muro constante ante mí. Sentía bajo los pies hierros, palos, humedad y frío. Cruce la "frontera" que Angus nos había trazado: "más allá de aquí nunca" nos había dicho. Pero yo seguí corriendo. Supongo que Toby y mamá vendrían detrás de mi, pero no lo puedo asegurar porque no escuchaba nada. De repente mi frenética carrera terminó de golpe. Caí en una zanja. Era como Alicia en el país de las maravillas precipitándome en la madriguera del conejo blanco.

Lo siguiente que recuerdo es que abrí los ojos y solo veía oscuridad, era como si aún los tendría cerrados. Miraba de un lado a otro pero ni un ápice de luz me llegaba. El sitio era estrecho, lo sabía porque apenas podía estirar las piernas que me dolían mucho, sobretodo la izquierda, cualquier mínimo movimiento me provocaba un dolor horrible. Las manos se hundían en barro, olía mal, tenía frío, todo estaba mojado y también había cristales. Me pareció escuchar sonidos extraños, como si miles de bichos o pequeños animales estuvieran a mi alrededor. Quise gritar pero si lo hacía me dolía la pierna. Respirar también me causaba unos calambres estremecedores que me cortaban el aliento. Presté mucha atención conteniendo el aire y como a un millón de años luz me pareció oir que alguien gritaba mi nombre. Con gran esfuerzo respondí, pero mi voz se perdía en aquél pozo lleno de noche, como si fuera un granito de arena en mitad de un desierto.

Estaba con la espalda apoyada en una pared que parecía llena de raíces, piedras... Segura de que iba a morir de frío o de dolor. Algo se agarró con furia a mi pelo rizado lleno de trencitas, unas pequeñas garras afiladas que se clavaban en mi cráneo como queriendo mantener el equilibrio para no caer. Me moví con mucha brusquedad gritando con todas mis fuerzas y la rata o lo que fuera aquello, cayó sobre mi pierna mal herida y se oyó un ¡crak! que me dejó inconsciente. En ese estado la oscuridad me pareció que se transformaba en chocolate con leche y vi el rostro de mi padre o quizá el de Toby, sonriendo, cantando My baby just cares for me. Y entonces fallecí.



No, no fallecí. Pasé toda la noche ahí, no sé cuando me encontraron, apenas recuerdo nada. No fue posible sacarme de aquél demencial agujero hasta que las primeras luces del amanecer, por fin, iluminaron la campa y facilitaron el rescate. Cuando vi a mi madre, que estaba con Toby y otra gente del barrio ¡Señor! fue como si el paraíso se abriera ante mi. Nunca había sentido nada semejante. Solo quería un abrazo. Solo quería decir que había sido estúpida y que lo sabía. Necesitaba pedir perdón y borrar aquella noche de nuestras mentes.



Estuve bastante tiempo en el hospital. Tenía la pierna rota, cortes en la cara y una costilla fisurada, por no hablar de los problemas para dormir. Las pesadillas me asaltaban todas las noches. Una fobia a la oscuridad comenzó a crecer.

Mucho tiempo después me enteré que mi madre tuvo problemas con los servicios sociales por aquél incidente. Cuestionaron su capacidad como madre e investigaron cada resquicio de nuestras vidas y Toby quiso irse de casa. Se sentía culpable.



- Mona cielo. Toby se irá de casa. -Anunció mi madre una mañana cuando yo todavía estaba en el hospital.-Volveremos a estar las tres solas. Pero necesito saber qué pasó, no entiendo tu reacción y no quiero que vuelva a pasar.



Y por fin me salieron las palabras justas.



- No quiero traicionar a papá -Eso era lo que sentía. Que meter a un hombre en casa era una traición- Pero no quiero que se vaya Toby -Añadí



- Simona... mi niña, no estás traicionando a nadie. Si tu papá puede verte estará feliz si tú estás feliz. Siempre tendrás su amor porque él te amaba sobre todas las cosas. Eras su Simona. Ya sabes que él hablaba mucho inglés y cada vez que se refería a tí te llamaba "my girl" su chica. -Siempre que recuerdo ese día, me da por llorar porque vi a mi madre, esforzándose tanto porque todo fuera bien, que me conmueve profundamente rememorarlo- Lo último que él quisiera es verte triste. Tu corazón será siempre para él y nadie te lo podrá quitar, pero tienes que aprender a querer a muchas personas que pasaran por tu vida. Y eso nunca será una traición.



Cuando llegué a casa semanas mas tarde, Toby y Kity habían pintado las paredes de mi cuarto de azul oscuro, con una luna llena enorme y un montón de estrellas. Había planetas colgando y pequeñas lucecitas brillando por todas partes.



- Así ya no estarás nunca a oscuras - Me dijo mi hermana satisfecha de su colaboración en el trabajo- ¿te gusta?



Me encantaba. Busqué con la mirada a Toby y me abracé a él con todas mis fuerzas. Sus brazos alrededor mío me reconfortaron y una sombra de culpabilidad atravesó fugazmente el momento, pero la eché velozmente.

Han pasado muchos años desde entonces. Angus y Toby siguen juntos, Kity continua metiéndose linternas en la boca y yo... Yo pongo todos los sábados teledeporte. Me siento en el sofá, siempre junto a Toby y vemos los partidos mientras tomamos café.

Por cierto el mejor regalo que he tenido nunca ha sido mi nombre: Simona Rotimi Oni