lunes, 24 de enero de 2011

FUTURO.



Es curioso, CarlosGarcía murió con 40 años el mismo día que nació, un 15 de Noviembre. Él que tantas veces reflexionó sobre la muerte en general, y la suya en particular, nunca imaginó que de todas las fechas del calendario justo el día de su cumpleaños fuera a morir. Tenía previsto una fiesta de celebración, modesta pero sin escatimar. Algo íntimo y divertido en el Hangar, un club de jazz en un barrio periférico, cerca de las antiguas vías del ferrocarril, un sitio con encanto. Su amigo Kenny Pollack, un inglés enganchado a todas las drogas conocidas, virtuoso de los teclados y del saxo, se comprometió con su grupo para amenizar la fiesta con música en directo. Era increíble el talento de aquellos muchachos. Cuando Kenny se ponía delante de su Hammond B-3 se transformaba en un genio: “Ésta es la droga que más necesito” solía comentar al final de cada actuación. El DJ habitual de la sala también se encargaría de animar la noche con buena música cuando el grupo necesitara descansar. Tres barras en marcha para servir sin agobios, ni esperas y unas cuantas gogos. Invitó a todos sus amigos y conocidos, contrato barra libre, reservados y catering a primera y última hora de la noche.

Mientras Car repasaba toda esta lista de preparativos para la fiesta, se topó con el punto número 8: el anillo. Tenía que pasar a recogerlo antes del sábado por la noche. Una preciosidad, de once diamantes engarzados en forma de copo de nieve sobre oro blanco, que estaba pidiendo a gritos acomodarse en el magnífico dedo anular de su amada Gladys. Tenía previsto, para pedirle que se casara con él, una puesta en escena digna de Broadway. En el patio de el Hangar se encenderían centenares de pequeñas luces blancas de forma escalonada, descubriendo un jardín repleto de flores igualmente blancas: rosas, claveles, camelias, dalias… La llevaría hasta el cenador cubierto con vaporosas mosquiteras y al son de Skipping Stone de Amos Lee la pediría que se casara con él. Bailarían abrazados y se besarían dulcemente. Solo de pensar en ello sonreía como un idiota. Gladys tuvo un accidente tres años atrás. Perdió sus dos adorables pies y fue un momento muy duro para ambos. Entonces Car ya la había pedido que se casara con él, pero ella después de sus operaciones le rechazó una y otra vez. A pesar de todo nunca pensó en dejarla, no podía imaginar vivir sin ella y de todas las maneras que supo y pudo se mantuvo a su lado. Pero aquél bache estaba solventado, supieron sobreponerse, sobretodo su chica demostrando que era mil veces más fuerte que él. Y las prótesis de Gladys pasaron a formar parte de su vida, de una forma tan natural, como cualquier prenda de vestir. Ella recuperó su autoestima, al menos es lo que él creía y percibía, por eso confiaba que esta vez la respuesta fuera un sí rotundo. Su prometida. Su esposa. Pero aquella magnífica ensoñación le llevaba al punto 9: el encargo.

Hacía tiempo que no aceptaba ningún trabajo, y realmente le parecía mal hacerlo justo el día de su cumpleaños cuando tenía prevista toda aquella parafernalia, pero había mucho dinero en juego. Mucho. Y también existía un compromiso con Millas, no es que le debiera ningún favor, pero siempre se sabe quién lleva los pantalones en este submundo de estafas, asesinatos y drogas. Por eso también aceptó sus condiciones, como la que se refería al día exacto en que tenía que hacer el trabajo, condición que jamás hubiera aceptado de nadie, ya que él y solo él decidía el mejor momento para hacer lo que fuera que tuviese que hacer. Millas tiene muchos hombres a sus órdenes, pero a veces necesita un “limpio”, alguien poco conocido en su entorno para ejecutar algún encargo especialmente delicado y le había elegido a él. Era lógico, Car llevaba bastante tiempo en el negocio y sus trabajos eran rápidos e impecables, tenía buenas tapaderas, ya que era accionista en varias empresas de investigación agropecuaria y contaba con su propio negocio de cámaras frigoríficas. En realidad, la única necesidad que tenía CarlosGarcía de hacer todo aquello, era la de satisfacer su ego. Sentir esa explosión de adrenalina, ser el mejor, ser respetado, ser invisible. Le apodaron Futuro, así es como le conocían en el submundo, era su nombre de guerra.

Así que el punto 9 le condujo directamente a un viejo llamado Patricio Barrutia, su víctima, popular en el mundo de la banca y en ciertos ambientes poco legales. Desconocía qué tipo de enemistad mantenían el viejo y Millas, así como las razones que pudieran haberles llevado a ese momento, pero no le hacía falta saber más detalles. De todas formas en esta ocasión, Carlos a pesar de su falta de escrúpulos, no pudo evitar el sentir cierto alivio al comprobar la edad de su objetivo. No tendría ningún problema para encargarse de él y seguidamente incorporarse a su fiesta de cumpleaños.

Como cada sábado Carlos se levantó temprano, tras treinta minutos de footing y una revitalizante ducha, desayuno tostadas francesas, huevos, café y zumo de naranja. Tenía organizada la agenda milimetradamente para esa mañana. Primero se pasaría por el despacho, leería los informes que el jefe de personal le había dejado el día anterior sobre la mesa y haría algunas llamadas, se aseguraría que fueran a personas que nada tuvieran que ver entre ellas. También aprovecharía para confirmar la asistencia de algunos amigos a la fiesta y, por último antes de llevar a cabo el encargo, iría a la joyería a recoger el anillo. Todo esto era necesario, formaba parte del plan, eran coartadas que nunca había necesitado pero que era preciso tener.

Cuando su preciado tesoro ya estuviera en el bolso de su chaqueta, asistiría a una importante cita con Patricio Barrutia: sí, su víctima. Haciéndose pasar por un periodista de una nueva publicación enfocada a jóvenes empresarios, había solicitado una entrevista con este “experimentado y exitoso bancario” así había denominado al viejo cuando intentaba convencer a su reticente secretario para que le concedieran la entrevista. Lo siguiente sería colarle la pastilla letal en la bebida, para eso llevaba una botella de brandy como obsequio que, por supuesto, propondría abrir para la ocasión. No era un método que usara habitualmente, pero esta vez era el más indicado. Con la edad y el achacoso aspecto de ese hombre no iba a ser una sorpresa que sufriera un paro cardiaco. Su secretario se lo había dicho:

- El Sr. Barrutia está delicado de salud. Tendrá que ser breve.
¡Oh, sí! Seria breve.

Cuando entró en la joyería, sintió un cosquilleo que le recorrió el cuerpo entero y el corazón latiendo a un ritmo extraño. Era raro tener esos nervios ya que cuando cumplía con sus encargos, jamás se sintió así, ¿cómo era posible?

- ¡Sr.García! –Saludó la esbelta encargada del negocio conduciéndole hacia el despacho del fondo- Tenemos su joya lista, pero el Sr. Châtelet le quiere saludar personalmente. ¿Quiere tomar algo?

- Agua si es posible. Gracias.

Se sentó frente a la maciza mesa de madera oscura deseando que aquello terminara de una vez. Tenía la boca seca y al mirar el reloj se puso aún más nervioso ¿qué le estaba pasando? Algo iba mal. La mujer le sirvió el agua y escuchó el apagado ruido de los tacones hundiéndose en la moqueta, alejándose vigorosamente. Châtelet… aquél francés recién llegado estaba en la cresta de la ola. Car no controlaba el mundo de la moda, pero sabía por Gladys que aquél hombre se estaba codeando con grandes diseñadores de todo el mundo y en parte por eso eligió la joyería. A Gladys le encantaría saber que su anillo de compromiso era una creación exclusiva de Châtelet.

- Sr.García, un placer saludarle

Le tendió la mano, mientras sonreía cordialmente. Cordialidad que, francamente, a Carlos en aquél instante le importaba mas bien poco. Aún así respondió con toda la formalidad que pudo al saludo, y fue entonces cuando se dio cuenta del sudor frío que corría por su espalda y sus manos.

- Estoy seguro de que quedará satisfecho con el anillo. Es, sencillamente, una maravilla, una perfección casi imposible.

Carlos supuso que todo aquel palique era solo palabrería barata para justificar el desorbitado precio de la joya, además su marcado acento francés lo hacía más efectivo, pero cuando observó la devoción con que el joyero se colocaba unos guantes negros y sacaba la pieza de una impresionante caja, tuvo la certeza de que estaba emocionado y casi tan nervioso como él.

- Precioso –Musitó Carlos casi de forma inaudible.

- Ya lo creo. No me canso de mirarlo. En fin perdóneme –Sonrió complacido de sí mismo y volviendo a guardar el anillo en el estuche continuó hablando en tono jovial- A veces me entusiasmo mas que mis clientes, pero quisiera proponerle un negocio Sr.García. Hemos trabajado en el diseño siguiendo sus instrucciones, e indudablemente hablamos de una pieza única, pero su hermoso y delicado diseño me ha hecho pensar en la creación de toda una colección basada en su idea de copo de nieve.

Carlos supo que el corazón, ahora estaba seguro, iba a saltar de un momento a otro encima de la mesa, lo sentía como tembloroso, como aleteando. Le dolía la mandíbula, el brazo ¡Señor! ¿No tenía otro día para encontrarse tan cochambroso?

- ¿Se encuentra bien, señor? –preguntó Châtelet- No tiene buen aspecto.

- Sí, estoy bien, pero tengo bastante prisa. Si no le importa seguiremos con esta conversación la semana que viene.

Se levantó no sin esfuerzo y cogió la pequeña bolsa de terciopelo que le entregó el joyero.

- ¿Quiere más agua?-

Carlos negó con la cabeza.

- Estoy cansado. Enseguida me iré a casa. Gracias por todo. Seguiremos hablando de su idea.

- Por supuesto. Llámeme cuando tenga tiempo.

Châtelet se quedó detrás de su mesa, viendo como CarlosGarcía se dirigía hasta la puerta de salida.

Carlos salió a la calle y un sol inmenso se abalanzó sobre él, genial porque esto aseguraba una perfecta noche de verano y eso es exactamente lo que necesitaba para la fiesta. Aunque ahora lo único que importaba era que llegaba tarde a la entrevista y que encima le dolía el pecho, la cabeza, estaba mareado. Cada vez el dolor era más fuerte. Soltó su maletín que cayó en la acera, se apoyó contra el escaparate de la joyería y fue resbalándose poco a poco hasta que se quedó sentado en el suelo. Se agarró con fuerza a la bolsa de terciopelo sintiendo que no podía respirar. Pensó en Gladys, que seguramente estaría tomándose un baño o ultimando los detalles de su vestido para la noche. Después solo quiso respirar pero no podía. Una sola idea atravesaba una y otra vez su mente: me estoy muriendo.