miércoles, 11 de mayo de 2011

Pájaro en Mano.

Vivo en un lugar llamado Pájaro en Mano, un pueblo pequeño. Tan pequeño como yo lo era.

Frío, eso es lo que sentía cuando ocurría. Me escondía debajo de las escaleras y temblaba cerrando los ojos. Rezaba una y otra vez para que no sucediera. A veces, Dios me escuchaba y enviaba a mi tía o a mi abuela, que me llevaban de excursión o a pasar el día en su casa. Sin embargo en otras ocasiones llegaba del colegio corriendo, pero antes de atravesar el jardín ya sabía que estaba sucediendo. No sé cómo era capaz de saberlo, supongo que el frío llegaba hasta la valla de la entrada o puede que mi nariz los oliera, como mi perro Zeus olía desde el otro lado de la cerca su comida. Entonces, cuando los percibía, me quedaba en la casa del árbol, o entraba por el vestíbulo con los ojos cerrados y tapándome los oídos, algo ilógico porque nunca les escuché cantar ni hacer ningún otro sonido. Subía las escaleras a toda velocidad hasta que llegaba a la habitación de Clara, mi hermana, y me quedaba con ella hasta que mi madre nos venía a buscar y nos daba la merienda como si nada ocurriera.

Una vez cerré tanto los ojos que tropecé con uno de los peldaños. Todas los lapiceros y libros de mi cartera salieron por los aires y se fueron resbalando escaleras abajo poco a poco. Me quedé sentado escuchando los murmullos que llegaban del Salón Grande. Sí, allí estaban no me equivocaba, además el frío ya me estaba haciendo tiritar. Puede que fuera uno o puede que hubiera más. “¡Levántate! ¡Levántate!” Me decía mi interior pero no podía moverme. Oí como se abrieron las puertas correderas del Salón Grande y escuché también mi corazón palpitando, como el tambor del solado de hojalata que me regalaron en mi cumpleaños: tu cu, tu cu, tu cu, tu cu... Muy deprisa, cada vez más deprisa. En el breve tiempo en que las puertas permanecieron abiertas, los susurros cesaron pero no el llanto de una mujer, al parecer, desconsolada.

Mi madre apareció al pie de las escaleras.

- ¡Dani! ¿Qué te ha pasado? –mi madre se acercó hasta donde yo estaba- ¿Qué haces ahí tesoro?-Me acariciaba la cabeza, intentando a la vez que la mirara. Cuando lo consiguió, ahogó un grito:

-         ¡Pero si estás sangrando por la nariz! –Inmediatamente sacó un pañuelo del bolsillo y me limpió la cara. Yo seguía temblando y ella me abrazó, calmándome con voz suave:

-         Cielito mío, no pasa nada, te has tropezado por llevar los cordones sueltos.

Por lo general, mi especial sensibilidad para saber si estaba ocurriendo o no, me salvaba en muchas ocasiones. Elaboré una lista de reglas de oro: Ojos cerrados, estar en forma para correr mucho y deprisa, tener canciones preparadas en la cabeza y nada de luces apagadas.
Durante un largo periodo de tiempo hasta dejó de suceder y quizá fue entonces cuando bajé la guardia. A pesar de ello tanto Clara como yo evitábamos el Salón Grande. No es un sitio para niños. Y olía mal. Olía a frío.

- Fergus Benson me ha dicho que el sábado estuvo en nuestra casa y que se dejo un libro de piratas en un sillón del Salón Grande. – Me dijo Clarita.

- Fergus Benson es un mentiroso, el peor niño de todo el colegio. No hagas caso de lo que él te diga.

- Dicen que ayer estuvo llorando, por lo de su abuelita.

- ¿Llorando?-Repetí irónico- Ese chico no sabe llorar, Clarita.

Bien lo sabía yo. Le había visto pegar y mentir a un montón de niños, reírse de los más feos y pegar a perros y gatos. Mi hermana era demasiado pequeña para saber de qué estaba hablando. Debía alejarse de ese tipo de niños porque ella siempre se lo creía todo.
El sábado estuvimos con la abuela todo el día. Nos llevó al mercado de Lancaster, nos hizo empanadillas dulces y nos dejó ayudar en el garaje al abuelo. Llegamos a casa sucios, muy cansados y muy tarde. ¿Por qué iba estar Fergus en nuestra casa si no estábamos ni nosotros mismos?

Tía Sara llegó una tarde para merendar con mamá, nos trajo un saco lleno de canicas. Clara aún no había llegado del colegio, así que salí al jardín a esperarla. Tenía que repartir el regalo. Ella siempre llegaba después de mí porque va a una clase extra de matemáticas, pero aquél día se retrasaba más de la cuenta. Mi madre salió al porche secándose las manos en el delantal una y otra vez mirando más allá de la verja. Pasó el tiempo. La encontré yo, en la caseta del árbol. Nadie miró allí porque un escalón estaba roto y no podían suponer que sabíamos trepar sin necesidad de escalera. Estaba hecha un asco. Con el vestido sucio, el pelo revuelto y la cara roja. No quiso contar qué había pasado pero al día siguiente no fue al colegio y mi madre dejó que se quedara en la cama.

Yo sí que tuve que ir. Llegué a clase y en mi pupitre había una pintada enorme: LADRONES. Quise borrarla pero no se podía, escupí encima y froté con la manga del jersey. Nada. Todos los niños iban sentándose y miraban de reojo las letras negras y grandes que alguien había escrito en mi mesa. No sabía que significaba todo aquello pero tenía claro que solo podía tratarse de una persona: Fergus Benson.

- ¿A que has venido, sapo? ¿No tuvo bastante tu hermana ayer? Quiero mi libro, no vuelvas hasta que me lo traigas ¡ladrón!.
- ¿Pegaste a mi hermana?
- Me defendí de una ladrona.

No sé qué me dio mas rabia. Si el hecho de que pegara a mi hermana, el que nos llamara ladrones o que yo no hubiera sido capaz de entrar en el Salon Grande a ratificar lo que ya sabía: allí no había nada de ese mal nacido de Benson porque nunca había ido a mi casa. Cogí una piedra y se la lancé a la cabeza. Escuché el impacto y algunas carcajadas de otros niños, no puede evitar sentir por un instánte que era superior y poderoso.
Corrí furioso hacia casa, decidido a entrar en el Salón Grande, decidido a tranquilizar a Clara. A ser valiente. Tiré mi cartera sin perder el paso, abrí la puerta, giré a la derecha por el pasillo y olvidé todas mis reglas de oro. Me quedé frente a las puertas correderas. El corazón se me iba a salir del pecho, así que sin pensarlo, coloqué mis manos en los asideros dorados de las puertas y con fuerza las deslicé cada una hacia un lado. El frío me congeló. El Salón Grande se extendía antes mis ojos, basto, inmenso, con su helado aliento y casi en penumbra. Estaba delante de un niño muerto. Blanquecino, con los labios morados y los parpados cosidos. Estaba dentro de una caja rodeada de flores y grandes candelabros, con un rosario en las manos como las otras veces en que los vi, aunque nunca fueron niños.

    Muertos.
    Me hice pis.
    Eternidad. Unos brazos veloces me rodearon y me levantaron al vuelo sacándome de la habitación. Encima de una mesita descansaba un libro de vivos colores: La Isla del Tesoro.
Vivo en Pájaro en Mano, un pueblo pequeño, pero lo bastante grande para tener su propia casa de sepelios

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