lunes, 13 de abril de 2015

Los Silencios de la niña.



No tendría más de 9 años cuando me tragué una espiga. Estaba pasando unos días en la casa del pueblo de mi tía. Allí la jornada comenzaba desayunando en el jardín y después, como me decía ella: ¡A chospar!
Me pasaba el día por el pueblo con mi perra Lobi pegada a los tobillos. Tenía ya mis sitios favoritos. Aprendí a colarme, por un agujero que descubrí, en la cuadra de Goyo, donde tenía tres cerdos muy mansos. También en la huerta del Señor Fernando donde tenía un apartado dedicado solo a flores que resultaba espectacular en primavera. Otro sitio muy recurrido era la escalera exterior que llevaba hasta la puerta de la llamada Escuela que siempre estaba cerrada y que yo sepa nunca fue una escuela. Me gustaba la sacristía de la iglesia cuyo retablo estaba totalmente torcido y apunto de derrumbarse y la era de Luis, el padre de Sara una amiguita que sólo iba algún día de verano...
Pero sobretodo había tres lugares que me encandilaban. Los tres eran prohibidos.
El primero estaba dentro de la propia casa de mi tía. Era la llamada "casa vieja". Subiendo las escaleras hasta el último de los tres pisos terminabas frente a una puerta de madera tras la cuál había un pasillo muy estrecho que te conducía a una casa aledaña que estaba casi en ruinas. Se usaba como trastero, pero había tantas cosas... Era entera de madera, con suelos que crujían y olor a humedad, había una cocina de carbón, ventanucos muy chiquitines y una colección de trastos como para pasarte dos vidas investigando. No me dejaban subir porque decían que cualquier día se hundiría el suelo o se caería una viga. Además entrañaba cierta habilidad llegar hasta allí porque primero tenía que parecer que estabas fuera de casa, luego subir hasta arriba sin que nadie te viera y por último que no escucharan las pisadas en el agrietado suelo de madera. Yo era habilidosa pero también estaba la perra esperándome en el jardín así que no había forma.
 Otro de los lugares prohibidos era la "panadería quemada". La panadería quemada, como su nombre indica, era una panadería que se había quemado muchos años atrás. Las ruinas del siniestro fueron tragadas por una vegetación incontrolable que se adueñó del terreno, haciendo del lugar un sitio casi invisible sino sabías que estaba allí. Si conseguías sortear las ortigas y matorrales, llegabas a un sitio donde aún se veía un horno, chimenea, un almacén medio derruido, un mostrador ennegrecido y un montón de cosas indescriptibles, refugios, ladrillos y escombros. No sé porqué nadie del pueblo permitía que los niños nos acercáramos allí supongo que por miedo al tétano.
Y por último: el monte. Al monte sólo se podía subir con adultos pero yo, secretamente, lo hacía casi todos los días acompañada de mi perra. Un día descubrimos una especie de tuberías gigantes en mitad de un descampado. Nos encantaba meternos y quedarnos en mitad del tubo. Si hablabas había un eco ensordecedor. También me gustaba subir al techo del depósito de aguas. Me encantaba meterme por donde peor estaba. Por mitad de los arbustos, por donde casi ni el sol podía entrar. Vi conejos, liebres, jabalíes y alguna serpiente. Otra de mis actividades favoritas era levantar piedras a ver que monstruos encontraba. Normalmente siempre sabía volver al pueblo a la primera. No había que prestar mucha atención para encontrar el camino de vuelta. El caso es que un día de esos, en los que llevábamos trotando toda la mañana sin rumbo fijo terminé rodando montaña abajo mientras la perra intentaba darme caza sin éxito alguno. Tipo croqueta. Me gustaba mucho hacer eso pero había que encontrar la montaña ideal para coger suficiente velocidad. Era común clavarse pinchos o magullarte con alguna piedra pero ese día, cosas del destino, me tragué sin saber como una espiga. Cuando me recompuse me di cuenta enseguida al tragar saliva y notar como un pinchazo agudo en la garganta. Intenté escupirlo haciendo repetidas veces: Aggggggggg pero no hubo forma. Bajé al pueblo porque era la hora de comer. No comí. Mi tía se extrañó porque nunca he dado problemas para comer, pero yo no dije lo que me pasaba. Me puse mustia. Por la tarde, después de la obligada pausa para la siesta, en lugar de seguir de aventuras me quedé sentada en el césped de casa. No dije ni mu. Siempre he hecho cosas así. Cuando me pasaba algo que yo consideraba grave en lugar de decirlo me callaba como una muerta. No sé por qué actuaba así. No me importaba reconocer que había estado en uno de los sitios prohibidos solo era que no quería decirlo. Por la noche mi tía me obligó a cenar.
El dolor cada vez era más grande. Incluso me dio fiebre. Me fui temprano a la cama. Y allí me quedé pensando en el niño sano. El niño sano es un niño que tiene mi misma edad pero vive en otro mundo, en un plano existencial paralelo al mío. Cuando yo estoy enferma el está súper sano y cuando yo estoy súper sana él está enfermo. No sé si el día que yo me muera él se morirá también o se hará inmortal pero el caso es que estaba pensando en él y quise alargar mi padecer para que él disfrutara más rato. No me parecían proporcional mi salud con la suya, así que era de justicia que yo me encontrara mal un tiempecito. Me quedé dormida. Por la mañana, cuando desperté me encontré la espiga junto a la almohada. Me quedé flipada. Estaba casi intacta y no recordaba como la había escupido. Pero seguía encontrándome mal. Todo aquel asunto desembocó en varicela. Guardé un tiempo la espiga y a menudo pienso en aquello. Curioso que se solucionara el tema de la espiga sin hacer nada y curioso que justamente hiciera acto de presencia la varicela. Yo estaba contenta porque desde la cama imaginaba al niño sano disfrutando de unas semanas de verano realmente merecidas.