miércoles, 22 de junio de 2011

Mari Paz Rioja y la Maldición de la Calle Apeninos 15-7ºB


Mi madre, enferma de Alzheimer se ha cagado encima, se ha limpiado con la mano y ha restregado toda la mierda por las paredes de la habitación. Ya no puedo más. Huele todo a infierno, a enfermedad, a tristeza rancia, a olvido. La semana pasada se escapó de casa mientras me duchaba. Salió, casi desnuda, al jardín de enfrente del edificio diciendo para sí misma que iba a recoger percebes. Siete pisos que se bajó ella sola en porretas y gracias a Dios que le dio por quedarse en el trozo ese de hierba tiñosa. También le da por esconderlo todo, las llaves, comida, papeles… Abres un cajón y te puedes encontrar que está fermentando un trozo de comida desde hace un mes, te vas a poner el reloj y no está en ninguna parte.  Pensaba que lo peor que podía pasar era que no me reconociera pero ahora me doy cuenta que es un peligro para ella misma y para mi salud mental. No puedo llevar esto sola. Sencillamente no puedo.  Para colmo ahora con todo lleno de mierda literalmente. Este olor no se va a ir con nada, estoy segura. Y ahora el teléfono ¿Quién coño puede ser?

-         ¿Diga?
-         Hola Buenos días, ¿hablo con Mari Paz Rioja?
-         Sí, ¿Qué pasa? – Contesto sin prestar mucha atención. Mi  madre se pasea por toda la casa hablando en susurros. Señor qué peste. Tengo que meterla en la ducha ya.
-         Le llamo de la compañía Triphecartong para ofrecerle un seguro de  vida con unas
-         Disculpe, no me interesa
-         Pero cómo puede saber que no le interesa si no le dicho en qué consiste.
-         Le digo que no me interesa, gracias.
-         Se trata de un seguro…
-         No me interesa, gracias.
-         Le pido que…
-         ¡No me interesa, gracias!
-         Creo que su actitud no está siendo muy apropiada.
-         ¿Cómo dice? –Pregunto indignada.
-         Le repito que no me gusta su actitud.
-         ¡No me interesa, gracias hija de puta! –Cuelgo nerviosa e indignada.

¿Por dónde empiezo a recoger todo esto? ¿Y dónde está mi madre? Lo primero que hago es mirar a la puerta de la calle. Está cerrada y he quitado las llaves. Voy a la terraza y al salón, ni rastro. En su habitación, ahora empapelada de heces matutinas, tampoco está. El corazón me va a explotar. Tranquila Mari Paz, me digo, respira hondo, retén el aire unos segundos y expulsa por la boca. Repito la operación un par de veces pero la nariz se llena con un hedor insoportable y me sobreviene una tremenda arcada que me hace ir casi a gatas al baño y allí encuentro a mi madre. Acurrucada en el ínfimo hueco que hay entre el bidé y el radiador. Tiene la mirada perdida, como si fuera sonámbula. Me da miedo y un poco de asco pero enseguida esos pensamientos se transforman en una compasión infinita.

-         Ven, preciosa. Vamos a la bañera. –Le digo poniendo sus brazos alrededor de mi cuello.
Como puedo le meto en la bañera y le quito el camisón. El espectáculo, aunque es habitual, no deja de impresionarme. Cada vez que tengo delante su cuerpo desnudo procuro pensar en cuando yo era niña y nos íbamos todo los veranos a la casa del pueblo. Mi madre era la única mujer que, sin ningún problema, se bañaba en el lago con toda la chavalería del pueblo y montaba en bicicleta con todos nosotros. También hacíamos excursiones al monte próximo y en casa bebía sangría mientras ponía discos de lo más variopintos a todo volumen. Ese era mi particular Alzheimer. Marcharme por la puerta de atrás a un pasado de ensueño que ahora es como si nunca hubiese existido.

Ella ya está limpia. Voy bien, poco a poco. Vamos Mari paz, que puedes hacerlo. Rebujo el camisón, la toalla y dirigiéndome al dormitorio hago lo propio con las sábanas y el protector del colchón. Por un momento dudo entre tirarlo o lavarlo. Lo tiro. Quizá pueda eliminar parte de esta mala hierba de raíz ¡todo a la basura!
He sentado a mi madre en el sillón del salón. Junto a la ventana, con la música de Ella Fitzgerald sonando suavemente de fondo. Parece tranquila.
Me voy a la cocina. Me armo con guantes, productos desinfectantes, rollo de papel de cocina, trapos y un cubo con agua caliente. Empiezo el primer asalto. Mari Paz guapa, relájate que solo es mierda. Piensa que es de un bebé. ¿De un bebé?  Pero si juraría que lleva hasta guisantes de la cena de ayer… Puaggggg, no puedo, no puedo. ¡Venga hombre! ¿Qué no puedes? ¿No puedes limpiar una caca de tu madre? ¿Cuántas veces te limpió ella el culo? Y ahí estaba, la culpabilidad que imponía, como siempre, su ley. La culpabilidad que había hecho que yo no fuera capaz de llevar a mi madre a una residencia. Sí, culpabilidad que no amor, porque el amor no tiene  que estar reñido con el ser práctica. De todas formas tengo que limpiar esto y ya me dedicaré a la reflexión en otro momento. ¿Pero qué hora es? ¿Las 10? ¿Y aún no ha llegado Tere? Con un poco de apoyo moral me resultará todo más fácil, porque vale que ella es enfermera, pero no voy a permitir que se tenga que tragar este mojón. Esto lo limpio yo, como que me llamo Mari Paz Rioja. Es asunto mío y solo mío. De todas formas voy a llamar al hospital, es extraño que lleve más de 30 minutos de retraso. Ella es muy puntual. Cojo el teléfono en el salón. Observo a mi madre que descansa plácida. Hasta parece una mujer sana. Descuelgo pero no hay señal, solo un silencio abrumador. Doy varias veces a la horquilla del aparato. Nada, no hay señal. De pronto escucho un ruido al otro lado.

-         Le dije que su actitud no era la más apropiada…
Se me hiela la sangre. ¿Es la mujer del seguro de vida?

-         ¿Ho… hola? –Pregunto desconcertada- ¿Quién es?
-         Ya sabe quién soy –contesta con una voz de hierro- Antes le llamaba para ofrecerle un seguro de vida, ahora estoy aquí para decirle que sin duda lo va a necesitar. Pero ya es tarde.
Me tiembla tanto la mano que no acierto a colocarme bien el aparato en la oreja.
-         ¿Pero esto qué es? ¿Una broma?
-         Esto es una lección, para que aprenda a respetar el trabajo de otras personas. Se arrepentirá de haberme insultado. Se lo puedo jurar.

Cuelgo el teléfono con furia, lo vuelvo descolgar, lo vuelvo a colgar una y otra vez. Con terror me lo pongo en la oreja.

-         Querida Mari Paz… - Me dice la voz arrastrando las palabras- Le diría que voy a matarla, pero no será necesario, usted misma lo hará.

Tiro el teléfono. Estoy segura casi al 100 por cien que ahora, la que se va a cagar encima, soy yo.
Busco el móvil en mi bolso. No está. En el bolsillo del abrigo, no está. Calma, calma… Miro de reojo el teléfono fijo, no tengo valor para volver a intentarlo. Dónde está mi móvil, ¿dónde?. Es fácil echar la culpa a mi madre, pero yo siempre pierdo el móvil. Siempre me llamo desde el fijo para ver dónde suena la marchosa melodía Samsung, pero hoy no puedo hacerlo. Me  voy a mi habitación, abro un cajón de la mesilla y tiro tan fuerte que lo saco del todo y se me cae al suelo. No está. Ni en el baño, ni en la mesita del pasillo, ni en la cocina. Desaparecido. Vale,  Mari Paz, respira, que estás montando un drama de una broma radiofónica. Seguro que esto es uno de esos  programas de radio dónde se dedican a atormentar a amas de casa gastándoles pesadas bromas. Sudo a chorros. Me acerco al equipo de música y  lo apago. Me seco la frente con el dorso de la mano y suelto aire por la boca, como si estuviera fumando.

-         ¿Qué tal estás, mamá? ¿tienes calor? – Me pongo delante de ella con las manos en los reposa brazos de la butaca. Ella me mira pero no me ve. Sonríe vagamente. – A  ver mamá, tenemos que salir a dar un paseo ¿quieres?
-         Pero ¿tu quién eres? –Me pregunta la pobre.
-         Mari Paz, mamá. Soy yo. Venga ven, te voy a poner el abrigo nuevo.

Voy al armario, saco el abrigo nuevo y un pañuelo de seda. Se me ocurre mirar en los bolsos por si apareciera allí mi móvil, pero no tengo suerte. Estamos listas para salir, decido coger la silla de ruedas porque iremos más deprisa, no sé dónde, pero iremos más deprisa. De mala gana ella se sienta. Cojo las llaves y salimos. Llamo al ascensor. Soy un coche de carreras con el motor a punto de explotar. Se abren las puertas y me encuentro con el cartel: NO USAR. PERIODO DE PRUEBAS POR AVERIA. Llevo dos días sin salir a la calle y no tenía ni idea de que los ascensores tuvieran “periodo de pruebas” ni que el mío, en concreto, estuviera estropeado. Dos días con la puerta cerrada y las llaves escondidas. Es que no puedo dejar a mi madre sola aunque en realidad, muchas veces, tampoco tengo ninguna gana de salir. ¿Para qué? ¿Para darme cuenta que yo ya no pertenezco a ese mundo de aire fresco? No, gracias. Cuándo me decida por ser práctica y acudir a una residencia ya saldré.

Con siete pisos y sin ascensor no hay forma de bajar a la calle. Volvemos a entrar. Mi madre se pone a cantar “Desde Santurtzi a Bilbao vamos por toda la orilla”. Me quito la cazadora y la chaqueta. Estoy tan agobiada que no puedo  pensar. Dejo a mi madre en la silla de ruedas y me siento en el sofá. Miro el teléfono. Tengo que hacerlo. Yo también me pongo a cantar su canción, como para quitar importancia a  toda esta locura y con decisión, como quién se tira a la piscina, cojo el auricular. Me lo colocó en la oreja con la espantosa sensación de que algo nocivo va a salir de los agujeritos y me va succionar el cerebro. El corazón se me dispara, tiemblo como si fuera un terremoto en mi misma y antes de poder oír nada lanzo aterrorizada el aparato que cae al suelo con violencia. Jadeo como si llevara corriendo tres horas a ritmo frenético. Me pongo de rodillas y me acerco lentamente al auricular.  Me agacho y sin cogerlo pego la oreja.

-         ¿Todavía tiene ganas de hablar? – La voz me golpea de lleno en el pecho como si fuera una bala.
Arranco el cable de conexión que tiene la toma en la pared detrás de la mesita auxiliar. Me ahogo. Cojo aire tan deprisa que apenas me entra oxigeno en los pulmones. Mi madre sigue cantando.

-         Mamá, escucha. Voy a salir un momento. Tengo que buscar a algún vecino. Espérame aquí. Vuelvo enseguida. ¿Me oyes?
-         Claro que te oigo. ¿Crees que estoy sorda? – Me contesta ofendida.
-         Vale -Digo más tranquila. Sus momentos de lucidez me dan tranquilidad- Entonces ahora  vuelvo.
Le doy un beso rápido en la mejilla. Una costumbre que tengo desde niña. Una costumbre como coger las llaves o revisar el bolso antes de salir. Salgo y poseída bajo las escaleras hasta el sexto, llamó a las dos puertas de los vecinos. Parece que en ninguna de las dos manos hay gente. Me agarro a la barandilla y casi a saltos bajo al quinto y al cuarto. Nada. Sigo mi carrera trepidante, pensando que en una mala en el bar de la esquina encontraré ayuda. Se va la luz y me quedo entre el piso 4 y el 3. ¡Joder! No puede estar más oscuro. A tiendas voy bajando, agarrada a la barandilla, poniendo los dos pies en cada escalón. Intento llegar al rellano para dar la luz pero de pronto es como si ante mi se extendiera una escalinata interminable de oscuridad y barricada. Avanza mi pie derecho, lento y torpe, buscando el siguiente escalón, Mari Paz deja de pensar en mamá, que estás obsesionada, pero estoy tan nerviosa e inquieta que me invade una ansiedad terrible. Mi pie en lugar de aterrizar en el duro escalón de granito lo hace sobre una superficie blanda y fofa. Me asusto y retiro de inmediato el pie. Vuelvo a intentarlo con mayor delicadeza, lo palpo con la punta de mi zapatilla de deporte, es como si estuviera pisando arenas movedizas, una barriga o una espalda sebosa. Como impulsada me caigo de culo y grito asustada. Empiezo a arrastrarme por las escaleras pero esta vez hacia arriba. Llego al rellano del cuarto y enciendo la luz. Me asomo por el hueco de la escalera  para averiguar qué era lo que estaba pisando y entonces descubro, ahí tirado e inerte, el cuerpo  de Tere la enfermera que viene a ayudar a mi madre. Tere que, inexplicablemente, hoy llegaba tarde. Es cierto que está bien entrada en carnes y tal vez al subir andando todas esas escaleras haya sufrido un infarto o tal vez la han asaltado. Vuelvo a bajar corriendo, doy la vuelta al  pesado cuerpo, no tiene heridas, ni golpes a primera vista, está caliente, le tomo el pulso. Creo que está muerta. A pesar de ello empiezo a hacer el masaje cardiovascular que aprendí en un cursillo de primeros auxilios.

-         ¡Ayuda! –Grito mientras lloro con todas mis fuerzas.- Joder, ¿no hay nadie?

Oigo el ascensor que sube. Pienso que algún vecino acaba de despertar de un largo letargo y por fin me ayudaran.

-         ¿Hola? ¿Quién llama al ascensor? Baje al tercero por favor, ¡deprisa!

Contengo el aliento escuchando con atención y sin darme cuenta dejo de la reanimación de la pobre Tere. Oigo como se cierra la puerta del ascensor y como comienza a descender. ¿Pero es que no han leído el cartel? Y entonces se me enciende la bombilla. No es ningún vecino es mi madre. Sin saber qué hacer corro hacia arriba, diciendo por lo bajo no, no, no. Y es entonces cuando se oye un frenazo brusco. Mierda, mierda, mierda. Veo que se ha quedado en el sexto.

-         ¿Mamá? -Digo pegándome a la puerta-. Mamá, tranquila voy a buscar ayuda. –Intento abrir, pero no se puede. Tiro con todo mi alma del asidero de la puerta, desquiciada, loca de rabia y de ira. Nada, no se abre, pongo un pie contra la pared y con las dos manos tiro con más fuerza. Con un ligero clak el ascensor desciende unos metros. Bajo corriendo, pero se ha quedado parado entre un piso y otro.
-         Mamá, ¿me oyes? – Pego la oreja y dejo de respirar, oigo que está canturreando la canción de antes. No sé que hacer. Bajo para seguir llamando a los pisos que me faltan por timbrar. Corro por las escaleras pidiendo ayuda, llamando a todas las puertas. Con otro clak el ascensor vuelve a bajar un poco, secamente se para pero en unos segundos hay otro clak y se descuelga un poco más, es como un tren que empieza a funcionar. Clak -clak -clack Un chirrido herrumbroso precede a un montón de chispas y estruendo que  anteceden al definitivo descenso  y yo, que estoy en el primero, veo ante mis ojos pasar a toda velocidad el ascensor con mi madre dentro que continúa cantando. Es lo último que percibo de ella. Cuando el elevador se estrella contra el suelo siento que yo misma  me he desintegrado.

-         Pero ¿Qué es esto? ¡¡Ay, ay, ay!! Señor… Dios Mio.

Una Vecina de uno de los bajos sale de su guarida. Ahora, justo ahora, hay que joderse aunque yo estoy en un estado de catatonia en el que todo me da igual. Siento sus pasos volviendo apresuradamente al piso y sin cerrar la puerta hace una llamada. La conversación con el 112 rebotaba en las paredes del portal.

-         Por favor, manden una ambulancia no sé que ha pasado pero he oído jaleo en la escalera  y al salir he visto que el ascensor se ha estrellado en el portal –Está tan acelerada que va soltando todo de golpe. Cuándo escucho que se refiere a toda la catástrofe con la palabra “jaleo” sonrío amargamente. Claro que ella aún no sabe que hay dos cadáveres calentitos en la escalera- Ha sido un ruido horroroso, como una bomba, tengo el corazón que se me sale por la boca- Añade suspirando- Si… si… No, no lo sé, pero desde luego que yo voy a necesitar un médico, tengo la tensión por las nubes. He oído gritos pero estaba pinchándome la insulina y no he podido salir. No, ya le digo que no tengo idea de si hay alguien dentro ¿Mi nombre? Adelina Redondo Peñalba, si señor, vivo aquí.. Vivo en el bajo C por mi marido, que lo tengo como un vegetal desde hace cuatro años,  usted no sabe lo que es esto, que llevo… ¿Cómo? si si, le digo calle Apeninos  15. Gracias. Si, les espero.

Con pasos acelerados vuelve a salir y se asoma de puntillas a la desgracia de hierros y hormigón que tiene delante. Mira hacia arriba para evaluar, a ojo, en qué condiciones está el techo. Es entonces cuando me ve.

-         ¡Ay Dios Mio! ¿Eres Mari Paz? -Asiento con la cabeza haciendo pucheros. Ella se me acerca. –Pero ¿Qué ha pasado? ¿Estás herida? Venga, ven levántate- Ayudándome a poner en pie me mira como si fuera un extraterrestre- Venga, venga aligera que  no tiene buena pinta este trozo de techo, igual caen cascotes.

 A través de la puerta de cristales del portal, se escucha a gente estar haciendo corrillo para averiguar lo sucedido. Es lo típico que sucede siempre con las tragedias, los mirones.
Desde su casa se oye el teléfono sonar.

-         Venga, vamos ligeras, que será alguien que nos querrá ayudar, o igual son los bomberos o vete a saber. ¡Qué follón!

Al entrar en su pequeño piso noto que también huele a enfermedad como en el mío. El saloncito se ha convertido en una pequeña sala de hospital con una cama grande, de esas regulables, hay algunos aparatos, jarroncitos con flores de tela, la tele y una silla de ruedas. Un hombre corpulento tumbado en un sillón que también parece adaptado, se ha caído hacia adelante y está con la mitad del tronco retorcido sobre sus propias rodillas. En la ventana, llena de geranios, se distinguen las coronillas de las cabezas que intentan asomarse.
-         ¡Lorenzo! Ay Señor que se ha caído –Exclama angustiada- Dios Mío, qué disgusto. Si te tengo dicho que no puedes moverte, pero no, si la culpa ha sido mía que no te he puesto las correas, si es que ya no valgo para nada, qué pena Lorenzo. ¡Niña! – Me grita a pesar de que estoy a su lado- Ayúdame que no puedo con él, no no, mejor atiende el teléfono, que me están volviendo laca .

Espabilo levemente de mi sock. Localizo el teléfono que está sobre una mesita auxiliar, en el recibidor, casi idéntica a la de mi madre. Amontonados en un rincón hay botecitos de insulina y una jeringa usada que descansa sobre unos algodones.
-         ¿Quieres atender la llamada de una vez? – Me pregunta impaciente Adelina desde la sala.
-         ¿Si? – Un hilo de voz que no parece el mío contesta al descolgar el teléfono.
-         ¿Un mal día, querida? – Era ella, era ella. Inevitablemente ella.

Apoyando la espalda contra la pared me dejo caer hasta que quedo sentada en el suelo. A lo lejos escucho a Adelina, que ha abierto la ventana y está dando el parte a todo el barrio. El auricular, con su cable rizado, cuelga lánguido bamboleándose lentamente. No puedo más. Cojo la jeringa usada, la lleno hasta más allá del tope con la insulina de Adelina, la diabética, la del bajo C. Sin mirar me la clavo en el muslo y vacío todo el contenido. Repito la operación dos veces más.